Hurgando en la red con la sed que siempre tengo como un impenitente lector, me encontré con este excelente artículo del el periódico "El Clarín" de Buenos Aires que le transcribo a mis lectores. CESAR H BUSTAMANTE.
Marcelo G Burello
Se cumplen cien años de la gran novela que escribió Fitzgerald (1896-1940), ese gurú de la autodestrucción personal.
El libro mezcla el clásico romance y la narrativa experimental, que en su momento solo pudo complacer a unos pocos, señala el autor de este análisis.
Una gran novela americana
Desde fines del siglo XIX buscan los Estados Unidos la máxima joya de su novelística bajo el fácil rótulo de la “gran novela americana”. Hoy la lista tiene en su tope de candidatos al Gran Gatsby, y por sobradas razones. Ante todo, el tema: la imposibilidad humana de cumplir el máximo ideal, aquí encarnado en el estereotipo del primer amor. Luego, el cándido narrador, el vecino/pariente/amigo Nick Carraway, con su posición estratégica en la trama y su envidiable locuacidad (sin vueltas, el factor clave del atractivo de la obra). Y por último, el delicioso elenco de personajes, vívidos y artificiosos a la vez. El héroe, James Gantz, autobautizado “Jay Gatsby”, está signado por la ambivalencia. Romántico incurable, soñador diurno, es también un arribista y un mafioso (el contrabando de bebidas alcohólicas es la base de su capital).
Ha visto acción en la Gran Guerra, se ha sobrepuesto a horrores y miserias, pero cae víctima de un absurdo error, en manos del perdedor por antonomasia: el pobretón mecánico que arregla los autos ajenos (el subtexto automovilístico -tan norteamericano- en la novela es determinante, pues Fitzgerald subraya los vínculos entre personas y vehículos). Ganador en los deportes, ganador en la vida, Tom Buchanan es el villano de la historia. Fortachón, desdeñoso, hoy hablaríamos de “masculinidad tóxica” para describirlo; ha heredado su patrimonio, y quizás por eso lo dilapida frívolamente. Y entre ambos, entre el hombre que se hizo a sí mismo y el niño rico y malcriado, se hamaca la princesa del cuento: Daisy, la engañosa margarita, el hada etérea, la luz que destella a lo lejos…
Una obra casi colectiva
Bien se ha dicho que Gatsby es una obra compuesta casi a cuatro manos (o incluso a seis, si consideramos los aportes de Zelda, la turbulenta esposa del autor, y también escritora). El socio silencioso fue William Maxwell E. Perkins (1884-1947), alias “Max”, de la editorial neoyorquina Scribner’s, que también supo darles rumbo a los tempranos intentos de Ernest Hemingway y los sureños Thomas Wolfe y Erskine Caldwell, entre otros prodigios. Graduado como economista en Harvard, el bueno de Perkins apenas había empezado a hacer carrera como editor cuando un engreído veinteañero del Medio Oeste le acercó el boceto de su primera novela, que acabaría siendo A este lado del Paraíso, y desde entonces la relación profesional había derivado en franca amistad. Ahora el mundo hispano parlante puede acceder a los intercambios epistolares que ambos, Fitzgerald y Perkins, sostuvieron durante más de dos décadas, y que revelarán facetas desconocidas para un lector desprevenido.
De entrada, nomás, el joven aspirante está en apuros: quiere anticipar la salida de su primer libro, porque en esencia quiere adelantos de dinero; de entrada, asimismo, su contraparte editorial lo anima, lo guía, lo contiene. A mediados de la década de 1920, al narrador tempranamente consagrado le surge una nueva idea para una novela poderosa, innovadora, de argumento y título cambiante (“Trimalción” es el favorito entre una decena). Y allí está su editor, ahora amigo, manteniendo vivo el contacto (pues el autor reside momentáneamente en Europa), aportando serenidad (pues el autor enfrenta una grave crisis íntima), enviando correcciones y, por supuesto, más dinero (pues el autor persigue la inspiración de paseo por la Costa Azul). El gran Gatsby será el triunfo que finalmente emerja de ese trance, para justificar, con belleza y lucidez, tanta ansiedad y tantas penurias. Y en las cartas atisbamos algunos secretos de la composición de esa obra excelsa.
Éxito y fracaso
“Nada fracasa tanto como el éxito”. La frase ha sido atribuida a pensadores y humoristas, pero fue acuñada por la poetisa estadounidense Phyllis McGinley. Para el caso de Fitzgerald y su Gatsby (no en vano se asemejan tanto el autor y su protagonista epónimo), se puede reformular la idea y sugerir que en estos tiempos líquidos, voraces, el fracaso vivido en carne propia por el artista y representado con maestría en su obra prometen, siquiera, ese éxito supremo que implica la permanencia, y por qué no, la inmortalidad.
El literato aplaudido al comienzo y olvidado al final; el personaje que toca el cielo con las manos y acaba hundido (bueno, no literalmente: muere flotando en su piscina): el héroe y su inventor ahora bailan un pas de deux que constituyó, en su momento, un brusco mentís al Sueño Americano, esa promesa de prosperidad sin fin, y que a la larga se ha vuelto una danza macabra ante la hipocresía y la obscenidad de los sectores privilegiados de la sociedad. Oponiéndose a su amigo-enemigo Hemingway, nuestro escritor confesó alguna vez: “Ernest habla con la autoridad del éxito. Yo hablo con la autoridad del fracaso”.
La prerrogativa del derrotado que ostentaba el desencantado Scott Fitzgerald y el amor imposible que desvelaba al encantador Jay Gatsby gozan hoy, evidentemente, de una actualidad desafiante, casi nostálgica, en un mundo encandilado por magnates y celebrities cuyas famas y fortunas nadie puede o quiere explicar del todo.