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martes, agosto 17, 2010

JAIME GARZON HOMENAJE

El mejor homenaje a Jaime es la publicación del articulo dedicado a su memoria por Antonio Morales,  publicado por la revista "Numero" de Colombia, en mi modesta apreciación, es lo mejor que se ha escrito sobre este personaje històrico, de tan grata recordación y que fue silenciado por las balas asesinas de una derecha recalcitrante:

Por Antonio Morales Riveira

Durante tres años, de 1995 a 1997, fui el guionista y director periodístico de Quac, el noticero, parodia semanal de un noticiero que tuvo una de las mayores audiencias entre los programas de opinión en toda la historia de la televisión colombiana. Jaime Garzón era el protagonista. Semana tras semana, vivimos hombro a hombro esta experiencia profesional y personal. ¡Nunca nos divertimos tanto! Pero, simultáneamente, logramos criticar las estructuras presentes y pasadas del poder en el país, hasta el punto de influenciar muy seriamente la opinión y, de contera, el poder.

Quince días después del asesinato de Garzón tuve que irme de Colombia, donde me habían amenazado reiteradamente. Hoy en Francia, he sentido la necesidad de contar la historia de mi amigo y compañero, una historia que no es sólo la suya o la de nuestras criaturas sino, al mismo tiempo, una mirada sobre los acontecimientos que han marcado los últimos años de la historia colombiana.
Cuando el 13 de agosto cinco tiros en la cabeza acabaron con su vida, Jaime Garzón tenía 38 años. Su corta vida estuvo marcada desde los ocho años por un impulso tanático y autodestructivo originado por la temprana muerte de su padre. Desde muy joven, Garzón les expresaba recurrentemente a sus amigos que deseaba morir, como su padre, a los 38 años. Desde entonces la vida de Jaime transcurrió, en lo privado y en lo público, paralelamente a la violencia colombiana. ¿Ese tanatos nacional, que ha signado al país desde siempre, también regía el destino de Garzón?

Jaime criticó el poder, símbolo del padre autoritario que nunca tuvo. Y lo criticó no sólo para ejercer el derecho a la irreverencia sino, precisamente, para parecerse a él. Al padre, al poder, al éxito. Ese álter ego del padre ausente lo acogió, le dio triunfos y una identidad. Pero el poder, en una simbiosis tragicómica, finalmente se devolvió contra él. Buscando al padre ausente, Jaime encontró el poder, pero en él encontró también la muerte. Tal vez el bufón creyó formar parte de una corte que siempre lo vio ajeno e inconveniente. Tal vez el bufón se equivocó...

Jaime Garzón nació en 1961 en un tradicional sector de clase media baja de Bogotá y vivió sus primeros años en La Perseverancia, barrio de obreros y empleados. Su padre y su madre, de tradición liberal, como tantos otros colombianos impulsados por la violencia de los años cincuenta, habían migrado hacia la capital. Curiosamente, su madre le enseñó a leer y a escribir a los tres años, lo cual le permitió a Jaime —amén de su sobresaliente inteligencia— pasar por encima de los estudios y los deberes con una displicencia propia de los talentosos. Desde cuando asistía a la escuela pública ya era conocido por ser un niño circunspecto, a veces silencioso, pero capaz de sobreponerse a su timidez para sorprender a todos con anécdotas, chistes e imitaciones que poco a poco lo hicieron conocido en su pequeño mundo. Sin embargo, tanto en la casa como en la escuela fue asumido como una «oveja negra» por su independencia, a tal punto que sus profesores de la escuela primaria, de espaldas a los alumnos, y al escuchar cualquier desorden en el aula, simplemente decían: «Garzón, ¡se sale!»

A pesar de su natural rebeldía pero signado por una educación católica, Jaime ingresó después a un seminario, donde aprendió rigores y disciplinas. No fue larga su etapa mística, interrumpida por un rector que lo expulsó del seminario al ver en él precisamente lo que era: una oveja descarriada. Entonces Jaime trasegó por diversos colegios de la ciudad, hasta toparse con un grado de bachiller non sancto. Eran tiempos de cambio y de latinoamericanismo de izquierda, pero también las últimas volutas de la mariguana del hippismo estaban en el aire. Jaime militó en el pelo largo, el rock and roll, la paz y el amor. Pero simultáneamente encontró a los personajes que entonces pululaban en los bares y en las universidades públicas, con el Libro rojo de Mao y el Manifiesto comunista debajo del brazo.

Fue así como decidió ingresar a la Universidad Nacional de Bogotá con el propósito de ser abogado. Sus intenciones políticas personales le decían que los abogados se convertían en presidentes de Colombia, pese a que los jóvenes de entonces apreciaban más todo tipo de actos y teorías antiestablecimiento que las leyes mismas. Garzón pretendió ser un abogado dedicado a la causa de los pobres, pretensión que, junto con su educación cristiana y su fallida vocación sacerdotal, lo condujo a ser militante del Ejército de Liberación Nacional, la guerrilla guevarista impregnada por el marxismo cristiano y la Teología de la Liberación, dirigida por curas rebeldes y embudo generacional por el cual se fue a las montañas buena parte de la izquierda colombiana de la época.

Después de pasar tres meses en las montañas de Antioquia, tiempo en el que su labor guerrillera se redujo a cuidar varios millones de pesos enterrados en una loma, Jaime empezó a desencantarse de la dura vida del monte. Alguna vez recordaba que al desenterrar el dinero, éste se había podrido. Aquello fue una señal y Jaime pidió el retiro. Los años siguientes los dedicó a pequeños trabajos relacionados con su inacabada carrera de abogado. Fue un poco de todo: asesor, «tinterillo» y, en especial, un gigantesco faro de diversión para sus amigos. Cada vez imitaba mejor a los personajes de la política colombiana, pero entonces no sabía que, de tanto hacerlo, se volvería uno de ellos.



Ya en el año de 1986, tras su huida y rompimiento con la izquierda, de la cual en el fondo nunca salió, Garzón decidió iniciar su irresistible ascenso, al modo de un Arturo Ui a la colombiana. Tras unos contactos no muy serios con Andrés Pastrana, entonces alcalde de Bogotá, Jaime fue nombrado alcalde menor de la zona de Usme en Bogotá, lugar rural y agreste de mínima población, a no ser por los centenares de guerrilleros que por allí transitaban. Con esa pequeña cuota de poder, las artes imitatorias de Garzón fueron un poco más conocidas, y de boca en boca entre la izquierda y uno que otro periodista se supo que, por allá en las montañas del sur de Bogotá, un bicho raro imitaba de manera delirante a todo el mundo. Un periodista del Noticiero de las 7 me propuso —entonces y casualmente (¿hay casualidades?) yo era director de ese informativo— hacer una nota con ese agreste alcalde. Acepté el reportaje y fue así como Garzón, en 1987, apareció por primera vez con sus imitaciones en la televisión. La entrevista difundida fue bien comentada e hizo que Garzón saliera de la esotérica parroquia de sus amigos a la contaminada luz pública.

Tras esa efímera aparición ante las cámaras, Garzón empezó a desarrollar una serie de relaciones con los altos círculos del poder en Colombia. Inicialmente, debido a sus diferencias con Andrés Pastrana y sus relaciones con los guerrilleros de las Farc en la zona de Sumapaz, Garzón fue retirado del cargo de alcalde menor (pocas semanas antes de su muerte y tras un largo juicio administrativo que entabló, Garzón logró ser restituido en 1999, once años después, al cargo de alcalde. El mismo día renunció y la muerte lo sorprendió esperando un suculento cheque de indemnización).

En el año de 1990, Garzón entabló una cercana amistad con el recién elegido presidente de Colombia, el neoliberal César Gaviria. Participó en la preparación de la Asamblea Nacional Constituyente en 1991, que produciría una nueva Carta Magna, y luego, ya como empleado directo de la Presidencia de la República asumió —nominalmente— la traducción de la nueva Constitución a las lenguas indígenas. Pero, en realidad, Garzón comenzó a ser el bufón de la corte de Gaviria y ejerció al mismo tiempo, y no oficialmente, las funciones de asesor de comunicaciones del presidente. Ello le permitió, esta vez sí, codearse con los que tienen el poder, siempre actuando como un ácido crítico y ejerciendo su derecho de poner todo en duda, hasta al propio Gaviria, quien, convencido de la necesidad del bufón, le dio largas para que se burlara ampliamente de su gobierno.

En ese ejercicio de la ironía cotidiana en el palacio presidencial, en los cocteles y demás actos de alto coturno social, Garzón vio la posibilidad de «rentabilizar» sus dotes histriónicas. Una productora de televisión le propuso montar un programa. Así salió al aire su primer gran éxito: Zoociedad.



PRIMER ACTO: ZOOCIEDAD. EL BUFÓN LLEGA A LA CORTE

Durante los años de Zoociedad, sustanciales transformaciones ocurrieron en el país. La nueva Carta política, producto de un pacto de paz con la guerrilla del M-19, parecía enrutar a Colombia hacia una nueva sociedad, más justa y participativa. Garzón trabajaba con el gobierno en el desarrollo de esta Constitución y en Zoociedad defendía ese proyecto mientras criticaba los grandes vicios de la política colombiana: clientelismo y corrupción. Sin embargo, sus sátiras se concretaban más en torno a la vida de la sociedad y no sobre la política misma. Jaime perfilaba el programa como una burla a las costumbres contemporáneas y seguía trabajando con el presidente Gaviria. El bufón del palacio había trascendido las instancias del poder y empezaba a ser el bufón de un país que asistía a un recrudecimiento del conflicto armado, con la llamada «guerra integral» de César Gaviria, otra época más de la violencia titulada con palabras rimbombantes, como tantas otras del pasado y otras que habrían de venir. Paralelamente, el narcoterrorismo del cartel de Medellín plagaba de carros bombas y decenas de muertos las calles de las grandes ciudades. Pablo Escobar era entonces el gran capo, el criminal más perseguido del mundo.

La leyenda de Escobar crecía, y a la par, Garzón registraba ácidamente en Zoociedad todos estos dramáticos acontecimientos. Por medio de la crítica a los narcos, al poder, a los militares y a los políticos, tal vez comenzaba a cocinar el caldo de cultivo que lo llevaría a ponerse en la mira de aquellos que en Colombia amenazan y matan. En 1992, Pablo Escobar cayó abaleado en el tejado de una casa de Medellín y el país tomó un nuevo aire. No hubo más bombas. Zoociedad reflejó con alegría ese corto estado hipnótico, pues poco después Colombia volvió por el sendero de la exacerbación de la violencia ligada al narcotráfico del cartel de Cali y a las ya concretas relaciones de la mafia con la guerrilla de las Farc.

En ese contexto, Garzón creció en audiencia hasta convertir a Zoociedad en una cita obligada de millones de televidentes. Su personaje, el presentador Émerson de Francisco, sorprendió con un género innovador de magazín y show de variedades. Garzón, con su caricatura del prototipo del periodista de televisión apabullado por su propia imagen, se burlaba de la prepotencia de los medios. Se trataba de un costumbrismo sencillo, y más que caracterizar y crear determinados personajes, imitaba a grandes rasgos y de manera intuitiva a los diferentes actores de la vida política nacional. Con ello logró fascinar al público gracias a la independencia y la irreverencia con que se enfrentaba a los diversos acontecimientos nacionales, pues por primera vez en Colombia el humor —que hasta ahora se había usado sólo en comedias fáciles y chistes prefabricados— servía para criticar de frente la escena política. Garzón tomaba conciencia de su propia importancia.


Tras el final de Zoociedad, que salió del aire cuando empezó a desgastarse, Garzón pasó algo más de un año alejado de la pantalla chica. Durante ese tiempo el país asistió a la transición del gobierno de Gaviria hacia el de Samper, y Jaime se incrustó cada vez con más fuerza en los círculos de poder. Se había convertido en un punto de referencia, no sólo para el humor, sino muchas veces como cabeza pensante de ciertos sectores de la burguesía. Ahí surgió el Garzón actor, más allá de las parodias y las imitaciones. Un espectáculo escénico llamado Mamá Colombia permaneció durante largos meses en el teatro Nacional. Jaime hacía una apretada síntesis de Zoociedad pero creaba personajes más elaborados, pues los tiempos del teatro, más laxos que la efímera televisión, le permitieron comprometerse con su labor actoral y crecer desde adentro hacia un público más calificado.


SEGUNDO ACTO: QUAC, EL NOTICERO. EL BUFÓN DESENMASCARA A LA CORTE

«Buenas noches: bienvenidos a la mayor desinformación de Colombia y el mundo». Con esta «autocrítica» frase, todos los domingos a las siete de la noche Garzón y su compañero, Diego León Hoyos, que encarnaba a la presentadora María Leona Santodomingo, iniciaban la parodia de aquel informativo de televisión.

Meses atrás, Garzón y yo, ambos desempleados pues Jaime no tenía un programa permanente y yo había dejado la dirección del noticiero AM/PM, propiedad del desmovilizado M-19, coincidimos en la necesidad de crear un espacio. Utilizando un género de total influencia y recordación como los noticieros, se pondría en irónica tela de juicio el poder en Colombia a lo largo de la historia y la estrecha relación con los medios; en el país todo expresidente, todo partido, todo grupo económico poseía y posee, en canales estatales o privados, un noticiero. Cada medio se convierte así en una estrategia de campaña electoral y en un recurso económico para financiarla, en un perverso círculo vicioso poder-medios.

Decidimos entonces proponer este «formato» de humor en un período coincidencialmente teatral de la realidad colombiana. Eran los tiempos escénicos del proceso 8.000 —versión latinoamericana del mani puliti italiano— que juzgó, por sus relaciones y por haber recibido dinero del narcotráfico, a la corrupta clase política colombiana, desde los «caciques» regionales hasta al propio presidente Samper. Proceso que a su turno fue el chivo expiatorio de viejas tradiciones corruptas que esta vez, a causa de la presión norteamericana, debían producir la caída de muchas cabezas. Decenas de políticos fueron a la cárcel, Samper fue exonerado y terminó normalmente su período, y el único fruto del 8.000 fue para los gringos, quienes gracias a él consolidaron su intervención política en Colombia, que hoy ha llegado desde la dirección de la diplomacia y las políticas estatales, hasta el campo de batalla.

El proyecto con Garzón como presentador-actor y yo como cabeza periodística y guionista lo compró RTI, programadora que emitió el primer capítulo de Quac en febrero de 1995.

Durante dos años y medio decenas de personajes «reales» o emblemáticos desfilaron por Quac, al punto que para los televidentes colombianos sus interpretaciones eran no sólo más familiares, sino más certeras y cercanas a la realidad misma. Ningún sector del país se salvó de la sátira, pues desde un principio se consideró que su éxito dependería del equilibrio proveniente de darles palo, democráticamente, a todos los protagonistas.

Aún hoy en Colombia no se ha olvidado al presidente Samper encarnado por Garzón y sus alocuciones y peripecias por los corredores del palacio; o al eterno Andrés Pastrana, en su doble juego de ser amigo de los gringos hablando desde Miami o empecinado en las regresiones hipnóticas para encontrar su destino. Y también al expresidente Alfonso López moviendo la opinión nacional dentro de un barril de whisky o como protagonista de una ópera bufa.

Garzón, en ese entonces, invitaba a su casa todos los jueves a aquellos a quienes había imitado y ridiculizado. Todos iban, tomaban unas copas y la realidad, como el propio Quac que era igual de delirante, nutría a sus personajes y le brindaba a Jaime, al ser humano tocado por el arribismo, su integración con el poder. No en vano una de sus amistades más sonadas fue con el embajador de Estados Unidos, Myles Frechette, a quien siempre pusimos en escena vestido de vampiro o de virrey colonial.

En ese ir y venir entre la crítica al poder y el poder mismo, Garzón también tocó a otros protagonistas de un país cuya clase política estaba tan desacreditada, que permitió el surgimiento de políticos «nuevos» en sí mismo delirantes. Tal es el caso de Antanas Mockus, quien sin campaña electoral alguna llegó a la alcaldía de Bogotá tras hacer el gran acto simbólico de bajarse los pantalones y mostrarles el culo a 2.000 estudiantes, cuando era rector de la Universidad Nacional. O la excanciller Noemí Sanín, que para Quac sólo tenía un «lindo cuerpo diplomático» y quien, igualmente como candidata presidencial, se reclamaba producto de la nueva política, con una evidente carga tradicional que señalábamos hasta el delirio. El país, de alguna manera, pensaba lo mismo que Quac, o Quac interpretaba al país, y por ello la identidad del programa con su público creció como espuma. La tragedia nacional no estaba ausente. Álvaro Gómez, líder de la derecha colombiana, era objeto de todo tipo de mofas en Quac. Jaime lo imitaba permanentemente hasta el día en que Gómez fue asesinado de doce balazos. Los signos de la muerte merodeaban por Colombia y, claro, Garzón era una expresión muy colombiana.

Quac crecía en medio de las vueltas interminables del proceso 8.000, que destapaba las ollas podridas de la corrupción, esas mismas que olían mal desde siglos atrás, con toda su carga histórica en un país acostumbrado al dolo, las traiciones y demás figuras propias de las corruptelas en el poder. Por eso en Quac esos políticos de hoy se mezclaban con grandes héroes o referentes históricos también caracterizados por Garzón, como el Libertador Simón Bolívar y el general Santander, o grandes líderes asesinados (¿la muerte es el motor de la historia en Colombia?) como Jorge Eliécer Gaitán, cuyo homicidio generó «la violencia liberal-conservadora» desde los años cincuenta, o la muerte de Luis Carlos Galán, aparentemente víctima del narcotráfico. Reencontrar la historia era una manera de poner en evidencia las raíces de unas maquinarias a veces mortales, que desde siempre han mantenido al país en el subdesarrollo y las desigualdades, con el apoyo de Estados Unidos. Por eso la frase reiterada en Quac «Y el gringo ahí», se volvió un giro habitual en las conversaciones de los colombianos.

No todo eran imitaciones y puestas en escena de los personajes reales. Quac creó también personajes propios, estereotipos que coincidían con grandes bloques de la diversidad nacional. De ese corte eran el paramilitar y el guerrillero, reflejo de la guerra en los campos; el militar violador de los derechos humanos; Carlos Mario Sarmiento, el superempresario indolente, o Pastor Rebaño, un amanerado, indolente y aristocrático obispo.

La suma de personajes reales y emblemáticos muchas veces le hacía preguntar al grueso público: «Pero, ¿con quién está Quac?». Y en una especie de efecto didáctico del programa sobre el público que observaba paralelamente la realidad, las propias gentes, por puro sentido común e identidad, se respondían: «Como nosotros, Quac está contra todos».

Así como muchos personajes se construyeron para ser repudiados, otros funcionaban a la inversa. El público se identificaba con ellos, con su modo de ver el país. John Lenin era un estudiante de izquierda, militante, marxista en decadencia, metido aún en la guerra fría. Godofredo Cínico Caspa era un abogaducho de extrema derecha, ventajoso e inmoral, que apoyaba todo lo sórdido. Dioselina Tibaná, la cocinera del palacio presidencial, chismosa y ladina, expresaba claramente el alma del campesino emigrado a la ciudad, escéptico y noble. Inti de la Hoz era una muchacha contemporánea, posmoderna y parte de la generación X, frívola e ignorante. Y Néstor Elí, el portero del edificio Colombia, donde vivía toda la fauna social del país ligada al poder, era un trabajador raso profundamente crítico, de desconcertante habilidad de palabra, seductor y lúdico.


Algunos de esos personajes contaban, hacia adentro, la vida de Garzón. John Lenin era el Jaime de la universidad pública, el guerrillero; Godofredo, el Garzón abogado, también proclive al neoliberalismo y al ascenso social; Dioselina era el Jaime pueblerino de sus orígenes familiares; Inti, el Garzón light y amante del poder, y Néstor Elí era simplemente Jaime Garzón.

Y para redondear el universo de Quac, no faltaban en el noticero los reporteros. William Garra, William Farra y William Narra, periodistas que cubrían política, sociedad y deportes. Y con ellos el necrofílico Frankenstein Fonseca, encargado de la crónica roja.

Esos personajes permitieron que Jaime el ser humano y Garzón el humorista fueran queridos y respetados, pero también odiados. Cualquiera podía ser su amigo, cualquiera podía ser su enemigo. Su vida personal y su vida pública cada vez se mezclaban más. Andrés Pastrana dejó de hablarle, los militares también le retiraron el saludo y los narcotraficantes lo amenazaron. Desde los tiempos de Quac, Jaime había empezado a ser mucho más que el inquieto humorista. Su peso específico en asuntos «serios» del país era notable y ya empezaba a interesarse directamente como ciudadano en el tema de la guerra y la paz, en los derechos humanos, en el secuestro...

Jaime estaba forjando su propia muerte. Conscientemente, por su trabajo, sus declaraciones, su manera de relacionarse, su vida intensa en medio de la fiesta y sus actos cada vez más políticos. E inconscientemente (¿o no?), por su viejo impulso tanático. Aun así, nunca se suicidó. Lo mataron...


TERCER ACTO: HERIBERTO. LA CORTE MATA AL BUFÓN

En junio de 1997, los autores y actores de Quac decidimos voluntariamente acabar el programa. «Siempre es bueno salirse en lo mejor de la fiesta». Tres meses después nos volvimos a encontrar. En el programa Lechuza, construimos un nuevo personaje: Heriberto de la Calle, un típico embolador bogotano, de la más extrema raíz popular, habitante de las avenidas pero también lustrabotas del poder. Inicialmente, en cámara subjetiva que correspondía a un personaje siempre oculto y silencioso, Heriberto limpiaba los zapatos y en largas parrafadas ponía en su sitio y hasta insultaba, en medio de una catarata de argot bogotano, al personaje de turno.

Meses después, Lechuza se acabó y Heriberto fue acogido dos veces a la semana en el Noticiero CM&. Una variable definitiva había hecho del embolador un entrevistador. Frente a varias cámaras, Heriberto entrevistaba brutalmente, en medio de intensas y alborotadas sesiones de burlas e ironías, a los personajes de carne y hueso del protagonismo colombiano. Heriberto —y con él Garzón— se había salido de la ficción. El embolador pasó posteriormente a los noticieros del Canal Caracol y se convirtió en un personaje tan fuerte como el Néstor Elí de Quac en términos de aceptación del público. El guiño que Jaime le hacía a la realidad parecía conducirlo por otros caminos, más allá del periodismo y la actuación. Sus encuentros con los poderes se multiplicaron en medio de una guerra sucia cuya escalada hoy resulta evidente. Mientras tanto, dentro de la confrontación, nacieron los diálogos de paz de 1999. Poco antes, Jaime, interesado por el tema de los derechos humanos y apoyado en sus viejas relaciones con las Farc, en sus tiempos de alcalde del Sumapaz, empezó a mediar en diversos secuestros. Muchas personas obtuvieron la libertad gracias a su trabajo. La imagen de Heriberto se confundió entonces con la de Garzón con la guerrilla recibiendo secuestrados, Garzón en eventos de paz, Garzón con la sociedad civil, Garzón en La Habana, Garzón con los exguerrilleros salvadoreños, Garzón negociador y conciliador en medio de las balas, Garzón repudiado y señalado como inconveniente por la extrema derecha. ¿Quiénes? Esos «autores ideológicos» del magnicidio en Colombia, que no son ni el autor material, el gatillero, ni el actor intelectual que da la orden de matar, sino esos círculos múltiples donde se juzga y se condena y se da una opinión asesina, para que los otros dos autores hagan el horrendo trabajo. Alguien o alguno de los sectores que Jaime tocó y señaló con su irreverencia o su crítica mordaz no le perdonó nada. Ni la vida.

Haber matado al bufón hizo reaccionar momentáneamente a todo un país, que reconocía en el humor el paliativo de las crudezas diarias. Humor que ha sido no pocas veces el ejemplo de una refundida identidad cultural. La muerte de Garzón les hizo ver a los colombianos que por primera vez el conflicto armado había tocado algo sagrado y tabú: la risa. Por eso, un día después de su muerte, la plaza de Bolívar estaba llena.

Entre la marea humana sobresalían doscientos lustrabotas de las calles de Bogotá, que con su presencia recreaban en la realidad trágica a un Heriberto cómico en la ficción, pero a la vez cierto. Tanto que para permanecer, ahora yacía en un féretro.

El funeral tuvo lugar al día siguiente en un cementerio al norte de la ciudad, a veintidós kilómetros de la plaza de Bolívar. Las principales avenidas se convirtieron en ríos humanos que le impedían al coche fúnebre avanzar. Era tal la marea humana que en un momento dado un puente peatonal se vino a tierra, causando la muerte de tres personas. Tras seis horas de innumerables desvíos, el cortejo por fin llegó a su destino. En la intimidad de su familia y sus amigos más cercanos, Garzón fue enterrado al son de su salsa preferida: «Quiero morirme de manera singular, con un adiós de carnaval». Tema que había cantado algunos días antes en un programa de televisión, tras haber contado su vida. Pura premonición mortuoria