Leí en mi juventud “cien años de
Soledad” de Gabriel García Márquez, cuidando a mi abuelo Pedro que lidiaba con
un enfermedad que le llevó a la muerte. Mi abuelo es uno de los seres que
más he amado en la vida. Esta obra que tanto he releído, me trae a colación
ciertos paralelos que resultan muy curiosos. El abuelo Pedro era un sabio a su
manera, siempre que recuerdo a Melquiades, el gitano sabio de la obra
emblemática del nobel colombiano, lo recuerdo en sus decisiones más
controvertidas. Tenía un humor extraño, cargado de ironía y era repentista, los apuntes los acompañaba con una sonrisa entrecortada entre sus labios, respondían a la actitud buena que asumía en todos los actos de su vida.
Por razones que no logro descifrar,
tuvimos una relación entrañable. Apenas tenía catorce años y ya era su nieto
preferido. Cuando estuvo en la plenitud de facultades, con escasos diez años, solía acompañarlo a sus vueltas en el centro de Bucaramanga, la principal ciudad del
oriente colombiano. Nunca le pregunte nada, ni a dónde íbamos, ni cuanto
demoraba, simplemente estaba con él, guardándole una paciencia que no correspondía a mi edad. Cumplía ciegamente sus órdenes, sin discutirlas pero con una
complicidad llena de acuerdos tácitos. Mis lecturas, en esa época eran precoces
para la edad que tenía. El médico le encontró el cáncer y le comunicó sin
dilaciones la noticia, está enfermedad lo acabaría con una lentitud
incomprensible y lo sometió a los peores tormentos de su vida, postrado en una
cama implacablemente, después de afrontar muchas cirugías que constituían
placebos, triunfos temporales sin ninguna cura real. En todas estas
instancias, le acompañe en un galimatías, como antes lo había hecho con su vida cotidiana.
Desde que lo conocí siendo muy niño, hicimos una amistad especial, con secretos
que nunca he compartido con nadie, que superaban las vueltas propias de la rutina
acostumbrada. Venía de la finca, hablábamos con el gerente de su banco, después retiraba grandes sumas de dinero para los pagos propios de sus actividades, atendía
encuentros de negocios, adelante nos encontrábamos con los vendedores de lotería, sus amigos de toda la vida, a los que nunca les dejó de comprar billetes, pues fue un adicto a las mismas, hasta el último día de su muerte y de hecho, le ayude a cobrar algunas, además de pagar los viernes sumas de dinero excesivas. Lo acompañe por más de tres
años, en una enfermedad cruel, que le impuso sacrificios impensables y
vivencias inenarrables. Mi abuelo solía quejarse poco, pero cuando lo hacía en
mi presencia, lloraba, después gritaba, en un acto de impotencia. Lo
sorprendían tantos dolores al tiempo, se quejaba de la ineficacia de los
médicos que le quitaron todo el dinero del mundo y lo sometían a esperanzas
incumplidas, que le llevaron a una tristeza sin cuartel.
El abuelo lo había vencido todo.
Nació en el “Tolima grande”, como se le llamó a este departamento antes de ser
dividido. Fue un hombre calentano, nació del matrimonio de Pedro y Adela, dos
hombres de campo, luchadores y de principios. Recuerdo el nombre de alguno de
sus hermanos: Norberto, Sebastián. Mi abuelo fue un buen para-medico, se
especializó en partos, trabajó en los ferrocarriles. Tal vez por esta razón
llegó a Puerto Salgar, un pueblo que me recuerda las novelas de Faulkner y las
descripciones hermosas del calor infernal en la obra de Gabo. Alguna vez pase
una de las peores vacaciones en Puerto Salgar Cundinamarca, pueblo famoso por
albergar en sus tierras la base aérea de Palanquero. Tuve la fortuna de
llevarme “Cien años de Soledad “y comprendí que era el lugar ideal para leer
esta novela, por su calor endemoniado y una quietud fantasmal, donde nunca
pasaba nada. Al lado del abuelo leí capítulos enteros, cuidándolo de su enfermedad, quien después
de esos dolores incontrolables, dormía con un sueño profundo que me llenaba de
miedos, pues sentía que no iba a despertar jamas.
El abuelo vivió muchos años en
Salgar. Allí inauguró una negocio afín a su oficio, en una esquina de la plaza
principal, que se llamó: “Droguería Salgar”. Este fue el centro de una vida
filantrópica que le dio buena fama y una adoración que creció con proyección
geométrica, dándole un ascendente y respeto que nunca abandonó. El abuelo se
imponía. Sus decisiones, muchas veces erradas nunca tuvieron reversa, ni
permitía que las contravinieran.
En este lugar conoció a Clementina,
quien sería la madre de una saga que hoy está dispersa por razones propias de
una sociedad que aleja a los seres del centro de sus orígenes y los cargó de
egoísmos irrefrenables. Solo pensamos en nosotros. Nunca cedemos y cada ser es
una isla. Nadie convoca, ya no hay grandes familias, solo hay matrimonios
solitarios en una sociedad de consumo que acabó con las grandes cofradías de
sangre.
De Salgar hay muchas anécdotas. Mi
tío Eduardo, un arquitecto especial, inteligente con quien he tenido una
relación cercana, me contará muchas de ellas, que espero recopilar.
Sé que el abuelo ganó fama y dinero como
partero y negociante en Salgar, siempre supo cuidarlo y nunca le hizo falta, ni
siquiera después de su muerte. Fue un hombre coqueto, de muchas novias en su
vida, era enfermo por la belleza y las mujeres jóvenes. Me recordaba al
gran muralista Rivera, quien nunca dejó las mujeres, fue leal a algunas,
pero infiel a todas, vivió enredado en sus pasiones y por ellas cometió las
peores locuras. Alguna vez me tocó en el carro de mi padre, salir tarde de la
noche a llevar dinero que mi abuelo le enviaba a una mujer muy joven, quien me
lo recibió sin mirarme a los ojos desde una ventana sin cortina alguna. Otra
vez tuve que comprar un televisor, pese a mi juventud y
ser un menor de edad. Después de comprarlo lo lleve a las once de la noche a
un barrio muy pobre, donde lo recibió una niña hermosa, era como un ángel, me
dejó impertérrito, pues nunca logre entender esta relación con un hombre tan viejo
donde solo mediaba alguna perversidad y una necesidad tenaz, súplida con mucha
habilidad por favores inentendibles a mi edad. Después recordé estos hechos
leyendo el libro de Kawabata “la casa de las bellas durmientes” reescrito
por Gabo como “Mis putas Tristes”, que dejaba entender estas pasiones
irrefrenables.
El abuelo de Salgar Cundinamarca se
dirigió al sur del departamento del Cesar, a un pueblo llamado Aguachica, donde
compró dos fincas que serán el centro de sus actividades: “Puerto mosquito y
Patiño”, esta última una de las fincas más hermosas del país que fue
estructurada como agro-industrial junto con mi tío Hugo. Los hijos que le
conocí, mis tíos entrañables con los que viví muchas
experiencias gratas que ahora son un bálsamo de recuerdos en mi vida, en su orden son:
Eduardo, Héctor, Hugo, Pedro, Fabiola, Ludjerio y Jaime.
Mis tío Ludjerio me enseñó muchas
cosas y con el compartí la pasión por la literatura y los temas polémicos de la
política entre campañas del partido procaz de la Anapo y la insistencia tenaz
para salir de la pobreza sembrando algodón, ajonjolí y arroz entre las utopías
impertérritas de la izquierda galopante que alcahueteaba y el incipiente M-19.
Tenía una camioneta hermosa en la cual hacíamos viajes de Bucaramanga al pueblo
Aguachica, que nunca se me olvidarán. Había ido a estudiar periodismo a España,
experiencia de la que poco hablaba, llegó con la Tía María Del Carmen, una
mujer excepcional, mejor esposa e inigualable madre. Mi tío llegó sin diploma,
ni profesión, solo como un diletante más. Creo que este sin ser un fracaso lo
marcó toda la vida. Era un hombre sabio sin cartón alguno, pero con una
frustración guardada como un secreto personal que se convertía
muchas veces en un peso que sobrepasaba con silencios muy dicientes. Su esosa, Maria Del carmen, le recuerdo con mucho cariño, ella y mi padre, fueron mis
interlocutores preferidos, tuvimos muchas conversaciones sobre nuestra políticacomo lo hacíamos siempre en la casa, escuchaba
radio todo el día y después teníamos unas controversias y polémicas muy constructivas.
Mi abuelo había traído a todos sus hijos al
pueblo de Aguachica, cada uno con su propia razon. Mi tío Eduardo
fue la excepción, estudiaba arquitectura en la universidad nacional de Bogotá.
Creo que mi abuelo siempre fue un buen padre y mejor abuelo, pero por encima de
ello fue un patriarca y se comportó como tal.
Con el tío Eduardo mi relación ha
sido distinta a todos. Lo conocí recién graduado o punto de hacerlo, en
Bucaramanga, en un visita intempestiva que nunca se me ha olvidado. Era un gran
dibujante, un hombre comprometido con el conocimiento, de vanguardia y con un
encanto personal que generaba complicidades cargadas de amistad y siempre
alrededor de un propósito elocuente. Lo recuerdo siempre con un cigarrillo en
la mano y un humor irrefrenable, repentista, lúcido.