Reproduzco este artículo
publicado en el 2010 en el ABC de España, escrito por José María Carrascal, por
tener una vigencia absoluta frente a la crisis que vive Europa y que expresa el estado inercial del continente, para no hablar de sus lideres, que sería más justo, quienes no asumen el problema con la entereza que amerita.
Desde que hace casi un siglo
Spengler nos hizo el poco apetitoso regalo de «La decadencia de Occidente»,
viene hablándose del ocaso europeo, ya que Europa y Occidente han marchado
juntos como hermanos siameses, en lo que puede estar una de las confusiones,
como veremos luego.
Esta vez, sin embargo,
parece ir de veras. Son demasiados fracasos los que acumula una Europa que
creía haber surgido de sus cenizas y aprendido de sus errores, para no volver a
cometerlos uniendo a sus pueblos y creando una supernación al estilo de las más
grandes, con un nivel de vida que fuera la envidia de todos. Pero no ha sido
capaz de afrontar los desafíos que se le presentaron. Uno de sus polvorines,
los Balcanes, volvió a estallar, teniendo que ser los norteamericanos quienes
vinieran a apagarlo. Luego, ha sido la Cumbre del Clima en Copenhague donde,
ante la cacofonía europea, norteamericanos y chinos tomaron por su cuenta las
magras conclusiones alcanzadas. Y ahora es la crisis económica la que deja al
descubierto lo frágil de una comunidad incapaz de tomar decisiones incluso
cuando ve amenazada la joya de su corona, el euro, con una Alemania que dice a
los demás que no gasten tanto y el resto diciendo a Alemania que gaste más. Sin
ponerse de acuerdo.
¿Hemos ido demasiado
deprisa? ¿Hemos creado una moneda común sin haber creado antes unas finanzas y
una política económica comunes? ¿O es, sencillamente, que, tal como está
diseñada, la Europa Unida lleva en sí el germen de su propia destrucción, esas
naciones incapaces de unirse, como ocurrió en su día a las ciudades griegas?
Están corriendo ríos de tinta sobre el asunto, al irnos en él la existencia,
sin que se haya aclarado la cosa. Aportemos nuestro grano de arena.
Cuando uno vuelve la vista
atrás y contempla la Historia de Europa, no sale de su asombro. Es la historia
más fantástica que existe. Esta península de Asia, pues no es otra cosa, se ha
forjado combatiendo contra su continente matriz. Y venciéndolo. Europa nace en
Grecia, durante las Guerras Médicas. Es Leónidas en las Termópilas y
Temístocles en Salamina. Es la razón frente al dogma, el individuo frente a la
masa, la imaginación frente al hábito. Derrotado el gigante asiático, pueden
florecer el teatro y la democracia, la geometría y la filosofía, la medicina y
la historia como ciencias, no como mitos. Desde entonces, Europa no ha dejado
de ser la protagonista de la Historia Universal, con Roma, el cristianismo, los
descubrimientos, los imperios, las revoluciones de todo tipo, políticas,
industriales, científicas, artísticas, económicas. Y las guerras, guerras de
todas las clases y tamaños, grandes y pequeñas, civiles y entre estados, hasta
llegar, ya en el siglo XX, a la llamada Guerra Europea y más tarde a la
Mundial, que dejó Europa no sólo en ruinas, sino también exhausta, hasta el
punto de que los vencedores fueron dos potencias extraeuropeas, los Estados
Unidos y la Unión Soviética, que se la repartieron. Menos mal que unos europeos
de la mejor estirpe decidieron crear un gran estado, no bajo la hegemonía de
uno de ellos, como hasta entonces se había pretendido sin conseguirlo -Carlos
V, Napoleón, Hitler-, sino con el concurso de todos. Y lo lograron. Lo lograron
hasta el punto de convertirse en la admiración del mundo y en la envidia de las
superpotencias, una de las cuales se desplomó en el pulso que mantenían,
soltando la mitad de Europa que ocupaba y permitiendo a ésta completarse.
Pero que las cosas no eran
tan bellas como parecían se demostró a partir de esta segunda etapa. Mientras
eran seis, doce, los países que la formaban, de muy parecido nivel y
características, la unión funcionó. Pero a medida que se ampliaba, empezaron a
surgir grietas, cada vez mayores, que no sabemos si acabarán rompiéndola o
podrán cerrarse. Es el momento en que nos encontramos.
¿Está Europa condenada a
desaparecer como protagonista de la Historia? La ley que rige ésta -ascensión,
cumbre, decadencia- así lo apunta, aunque a lo largo de veintiséis siglos
Europa ha demostrado tener una «mala salud de hierro», sobreviviendo a todas
sus desgracias internas y externas, guerras de hasta cien años e invasiones de
todo tipo. Hay, sin embargo, datos más alarmantes que el simple empirismo
histórico. Pueblos y naciones en decadencia presentan tres síntomas comunes:
-El descenso de la
natalidad, con el consiguiente envejecimiento y el peligro de la extinción a
largo plazo.
-La eliminación del servicio
de las armas. Comenzó siendo éste un privilegio. En Grecia, sólo podían llevar
armas los ciudadanos. Los viejos romanos araban con la espada al cinto, para
asistir luego al Capitolio. Sólo en la decadencia encargaron a los bárbaros
romanizados su defensa frente a los sólo bárbaros, y ocurrió lo que tenía que
ocurrir. Suele olvidarse también que el servicio militar obligatorio fue
instituido por la Revolución Francesa, no como deber, sino como derecho
ciudadano. Eliminándolo, se ha cerrado el mayor lugar de encuentro de todas las
clases sociales de un país.
-Por último, la creación de
una sociedad de ocio, donde la diversión y la molicie son más importantes que
el trabajo o el estudio. El «pan y circo» de los romanos.
Esas tres condiciones se dan
en la Europa actual. Abrigada por una seguridad social que cubre desde la
infancia a la vejez, en enfermedades y entretenimiento, ha creado un Estado del
Bienestar que, al tiempo que atrae como moscas a la miel a gentes de todos los
lugares, quita a sus habitantes todo afán de riesgo, mejora e incluso trabajo,
que se deja a los inmigrantes siempre que se puede. Los síntomas no pueden ser
peores.
Pero que Europa decaiga no
significa que Occidente lo haga. A diferencia de otras culturas -la china, la
india, la islámica-, estrechamente ligadas a un pueblo o religión y cerradas a
toda influencia ajena, la cultura occidental no sólo es abierta, sino que es
capaz de asimilar cuanto le parece interesante fuera de ella, con un estómago
de avestruz y una rapacidad de fiera, y así la hemos visto hacer suyos el yoga
oriental, las máscaras africanas y los ritmos caribeños. Crece, vive, se
transforma, lo que es la clave de su supervivencia.
Otra de sus características
es la facultad de trasmigración. Al no fundarse en una raza ni en un dogma,
sino en valores -«el hombre es la medida de todas las cosas» y «sólo sé que no
sé nada» son los básicos-, todo el que los adopte será occidental, no importa
dónde ni el grupo étnico en que ha nacido. Es como la cultura que nació en
Grecia, emigró a Roma, para ir saltando de país en país europeo, cuando el
anterior agotaba su ciclo histórico, y se encuentra hoy mejor representada en
Estados Unidos que en ningún otro. Allí al menos se cultivan como en ninguna
parte la ciencia y el arte que nacieron hace 26 siglos en Grecia, y gracias a
ellos la democracia ha sobrevivido en el mundo.
El problema es: ¿qué
ocurrirá cuando los Estados Unidos cumplan su ciclo histórico, como lo
cumplieron Francia, Alemania, Inglaterra? ¿Quién cogerá la antorcha de la
cultura occidental? ¿La veremos dar otro gran salto oceánico y aparecer en
Asia, en China o India, completando así su circunvalación terrestre?
No lo sabemos. Lo único que
sabemos es que los próximos occidentales vendrán a Europa como vienen hoy los
norteamericanos o como los romanos iban a Grecia: a contemplar la cuna de su
cultura, llena de ruinas resplandecientes, de pueblos escépticos y de países
sin pulso.