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miércoles, julio 24, 2013

INFORME DEL CENTRO HISTÓRICO DE COLOMBIA SOBRE 54 AÑOS DE VIOLENCIA

Colombia lleva cincuenta años de conflicto armado, que constituyen una verdadera tragedia.  Las consecuencias de la misma vistas en este informe, con un análisis contextual completo, cifras e inventario de daños, constituyen un aporte a la reconstrucción histórica del conflicto. El informe fue dirigido por el investigador de la universidad nacional Gonzalo Sánchez, esta comisión se creó dentro del marco de la ley de justicia y paz. El objetivo del trabajo es rescatar la memoria del conflicto necesario para reparar, recomponer, perdonar y sembrar porvenir dentro de los marcos de inclusión, equidad y oportunidades.  Hoy  de manera oficial se lo entregan al presidente.  He querido traer el prólogo del mismo para que mis lectores conozcan de manera directa. Se darán los link donde está completo el mismo.

EL MAL SUFRIDO DEBE INSCRIBIRSE EN LA MEMORIA COLECTIVA, PERO PARA DAR

El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir
Tzvetan Todorov
Colombia tiene una larga historia de violencia, pero también una renovada capacidad de resistencia a ella, una de cuyas más notorias manifestaciones en las últimas dos décadas ha sido la creciente movilización por la memoria. Rompiendo todos los cánones de los países en conflicto, la confrontación armada en este país discurre en paralelo con una creciente confrontación de  memorias y reclamos públicos de justicia y reparación. La memoria se afincó en Colombia no como una experiencia del posconflicto, sino como factor explícito de denuncia y afirmación de diferencias. Es una respuesta militante a la cotidianidad de la guerra y al silencio que se quiso imponer sobre muchas víctimas. La memoria es una expresión de rebeldía frente a la violencia y la impunidad. Se ha convertido en un instrumento para asumir o confrontar el conflicto, o para ventilarlo en la escena pública. Ahora bien, al aceptar que la movilización social por la memoria en Colombia es un fenómeno existente, es preciso también constatar su desarrollo desigual en el plano político, normativo y judicial. Regiones, tipos de víctimas, niveles de organización, capacidad de acceso a recursos económicos son factores que cuentan en la definición de los límites o posibilidades de la proyección y sostenibilidad de las prácticas e iniciativas de memoria que hoy pululan en el país. En todo caso, es gracias a todo este auge memorialístico que hay en Colombia una nueva conciencia del pasado, especialmente de aquel forjado en la vivencia del conflicto.
El conflicto y la memoria —lo muestra con creces la experiencia colombiana no son elementos necesariamente secuenciales del acontecer político-social, sino rasgos simultáneos de una sociedad largamente fracturada.
ENTRE LA INVISIBILIDAD Y EL RECONOCIMIENTO

Colombia apenas comienza a esclarecer las dimensiones de su propia tragedia. Aunque sin duda la mayoría de nuestros compatriotas se sienten habitualmente interpelados por diferentes manifestaciones del conflicto armado, pocos tienen una conciencia clara de sus alcances, de sus impactos y de sus mecanismos de reproducción. Muchos quieren seguir viendo en la violencia actual una simple expresión delincuencial o de bandolerismo, y no una manifestación de problemas de fondo en la configuración de nuestro orden político y social.
El carácter invasivo de la violencia y su larga duración han actuado paradójicamente en detrimento del reconocimiento de las particularidades de sus actores y sus lógicas específicas, así como de sus víctimas. Su apremiante presencia ha llevado incluso a subestimar los problemas políticos y sociales que subyacen a su origen. Por eso a menudo la solución se piensa en términos simplistas del todo o nada, que se traducen o bien en la pretensión totalitaria de exterminar al adversario, o bien en la ilusión de acabar con la violencia sin cambiar nada en la sociedad. Una lectura del conflicto en clave política mantiene las puertas abiertas para su transformación y eventual superación, lo mismo que para reconocer, reparar y dignificar a las víctimas resultantes de la confrontación armada.
En este contexto, es un acontecimiento reciente la emergencia de las víctimas en la escena social y en los ámbitos institucionales y normativos. Tierra, verdad y reparación constituyen, en efecto, la trilogía básica de la Ley de Víctimas que inauguró un nuevo modo de abordar el conflicto en el Estado colombiano. Durante décadas, las víctimas fueron ignoradas tras los discursos legitimadores de la guerra, fueron vagamente reconocidas bajo el rótulo genérico de la población civil o, peor aún, bajo el descriptor peyorativo de “daños colaterales”. Desde esta perspectiva, fueron consideradas como un efecto residual de la guerra y no como el núcleo de las regulaciones de esta.
La polarización minó el campo de la solidaridad con ellas, incluso las movilizaciones ciudadanas contra modalidades de alto impacto, como el secuestro y la desaparición forzada, se inscribieron en esta lógica dominante en el campo político. Las víctimas particularmente del paramilitarismo fueron puestas muchas veces bajo el lente de la sospecha, se establecieron en general jerarquías oprobiosas según el victimario, que tuvieron como correlato la eficacia o la desidia institucional, la movilización o la pasividad social.
¿A quiénes concierne la guerra? En la visión kantiana, el daño que se hace a una víctima es un daño que se le inflige a toda la humanidad. De allí el compromiso axiológico de protección a las víctimas, consagrado en las normas internacionales de Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario. No obstante, pareciera que en los hechos se requiere la condición de parte directamente afectada, interesada, para que el tema de las responsabilidades frente al conflicto desencadene la acción colectiva. Por ello, aunque el conflicto armado en el país ha cobrado millares de víctimas, representa para muchos conciudadanos un asunto ajeno a su entorno y a sus intereses. La violencia de la desaparición forzada, la violencia sobre el líder sindical perseguido, la violencia del desplazamiento forzado, la del campesino amenazado y despojado de su tierra, la de la violencia sexual y tantas otras suelen quedar marginadas de la esfera pública, se viven en medio de profundas y dolorosas soledades. En suma, la cotidianización de la violencia, por un lado, y la ruralidad y el anonimato en el plano nacional de la inmensa mayoría de víctimas, por el otro, han dado lugar a una actitud si no de pasividad, sí de indiferencia, alimentada, además, por una cómoda percepción de estabilidad política y económica.
La construcción de memorias emblemáticas de la violencia y de sus resistencias puede y debe realizarse tanto desde los centros como desde la periferia del país. Tanto desde los liderazgos nacionales y los liderazgos enraizados en las regiones, como desde los pobladores comunes y corrientes. La democratización de una sociedad fracturada por la guerra pasa por la incorporación, de manera protagónica, de los anónimos y de los olvidados a las luchas y eventualmente a los beneficios de las políticas por la memoria.
Es indispensable desplegar una mirada que sobrepase la contemplación o el reconocimiento pasivo del sufrimiento de las víctimas y que lo comprenda como resultante de actores y procesos sociales y políticos también identificables, frente a los cuales es preciso reaccionar. Ante el dolor de los demás, la indignación es importante pero insuficiente. Reconocer, visibilizar, dignificar y humanizar a las víctimas son compromisos inherentes al derecho a la verdad y a la reparación, y al deber de memoria del Estado frente a ellas.
La memoria de las víctimas es diversa en sus expresiones, en sus contenidos y en sus usos. Hay memorias confinadas al ámbito privado, en algunos casos de manera forzosa y en otras por elección, pero hay memorias militantes, convertidas a menudo en resistencias. En todas subyace una conciencia del agravio, pero sus sentidos responden por lo menos a dos muy diferentes tipos de apuestas de futuro. Para unos, la respuesta al agravio es una propuesta de sustitución del orden, es decir, la búsqueda de la supresión o transformación de las condiciones que llevaron a que pasara lo que pasó: es una memoria transformadora. Pero hay también memorias sin futuro, que toman la forma extrema de la venganza, la cual a fuerza de repetirse niega su posible superación. La venganza pensada en un escenario de odios colectivos acumulados equivale a un programa negativo: el exterminio de los reales o supuestos agresores. En efecto, la venganza parte de la negación de la controversia y de la posibilidad de coexistir con el adversario. Es la negación radical de la democracia.
Degradación y responsabilidad
Las guerras pueden destruir o transformar las sociedades, pero ellas también se transforman por exigencias internas o por variaciones inesperadas de los contextos que propiciaron su desencadenamiento. Esa distancia entre el origen y la dinámica presente de una guerra la plasmó con un símil muy elocuente para la Guerra de los Mil Días el General Benjamín Herrera, uno de sus protagonistas: “las guerras en su curso van siendo alimentadas y sostenidas por nuevos reclamos o nuevas injusticias distintas de aquellas que las hacen germinar, al modo que los ríos llevan ya en su desembocadura muchísimas más ondas que aquellas con que salieron de su fuente1 Pocos dudarían hoy que el conflicto armado interno en Colombia desbordó en su dinámica el enfrentamiento entre los actores armados. Así lo pone de presente la altísima proporción de civiles afectado y, en general, el ostensible envilecimiento de las modalidades bélicas. De hecho, de manera progresiva, especialmente desde mediados de la década de los noventa, la población inerme fue predominantemente vinculada a los proyectos armados no por la vía del consentimiento o la adhesión social, sino por la de la coerción o la victimización, a tal punto que algunos analistas han definido esta dinámica como guerra contra la sociedad o guerra por población interpuesta.2 a violencia contra la población civil en el conflicto armado interno se ha distinguido por la sucesión cotidiana de eventos de pequeña escala 1. Citado en Gonzalo Sánchez y Mario Aguilera (Editores), Memoria de un país en Guerra: Los Mil Días 1899-1902, Editorial Planeta, Bogotá, 2001, p.23 2. Ver Daniel Pecaut, Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta, Bogotá, 2001. Y EricLair, “Reflexiones acerca del terror en los escenarios de guerra interna “, en Revista De Estudios Sociales, No. 15, junio 2003, pp. 88-108 (asesinatos selectivos, desapariciones forzosas, masacres con menos de seis víctimas, secuestros, violencia sexual, minas antipersonal) dentro de una estrategia de guerra que deliberadamente apuesta por asegurar el control a nivel local, pero reduciendo la visibilidad de su accionar en el ámbito nacional. En efecto, los actores armados se valieron tanto de la dosificación de la violencia como de la dosificación de la sevicia, esta última en particular en el caso de los paramilitares como recurso para aterrorizar y someter a las poblaciones. Esta dinámica, que constituyó el grueso de la violencia vivida en las regiones, fue escasamente visible en el plano nacional, lo que muestra la eficacia del cálculo inicial de los perpetradores de eludir la responsabilidad de sus fechorías frente a la opinión pública y frente a la acción judicial.
Desentrañar las lógicas de la violencia contra la población civil es desentrañar también lógicas más amplias de la guerra: el control de territorios y el despojo de tierras, el dominio político electoral de una zona, la apropiación de recursos legales o ilegales. La victimización de las comunidades ha sido un objetivo en sí mismo, pero también ha sido parte de designios criminales más amplios de los actores de la guerra.
¿Pluralismo y disenso: amenaza o riqueza?
La confrontación armada contemporánea exacerbó particularidades de la tradición política nacional, en especial el sectarismo, que tuvo su máxima expresión en la guerra sucia. Ciertamente en Colombia ha predominado una concepción de la política en la cual el disenso o la oposición son vistos antes que como elementos constitutivos de la comunidad política, como amenazas a la integridad de esta o a la concepción de orden dominante en cada momento. Se trata de la persistencia de una cultura política que no ha logrado superar la exclusión ni mucho menos integrar la diferencia de forma activa en la lucha por el poder. En su lugar hay una tentación latente al pensamiento único o al dogmatismo, que limita con la violencia o la alimenta. Es bajo esta perspectiva que el campo político integró como rasgo distintivo de sus dinámicas la eliminación del adversario o del disidente. Ese ha sido lo que podría llamarse el programa perverso de la guerra sucia. El sectarismo de la política se extiende a las armas y el sectarismo de las armas se proyecta en la política.
Son males que vienen de muy atrás. Los procesos de ampliación democrática en el plano institucional que se iniciaron desde los años ochenta no marcharon a la par de la democratización social. En efecto, el acomodamiento de viejos poderes, la instrumentalización de la vía política y la cooptación del Estado por parte de los actores armados ilegales de uno y otro signo torpedearon los esfuerzos de democratización emergentes.
En esta dirección, democratización sin democracia o “Estado de Derecho sin democracia”, en términos de J.Habermas,3 resultan adecuados descriptores para el proceso, antes que la afirmación de un pulso insoluble entre ampliación democrática y profundización de la violencia, como a menudo se ha sugerido.
La democratización social y política sigue siendo una realidad inconclusa. Los procesos de reinserción que han tenido lugar no han sido del todo exitosos. En muchos sectores de la sociedad persiste el estigma o señalamiento sobre quienes han abandonado las armas. En estos casos, el pasado de violencia es explotado por muchos para reproducir y azuzar el conflicto en el presente, poniendo en riesgo una reintegración verdadera a la comunidad política y la posibilidad misma de transformación del contendor armado en contradictor político que es la sustancia de un proceso de paz
Las memorias y el provenir
Este informe da cumplimiento al mandato legal (Ley 975 de Justicia y Paz) de elaborar un relato sobre el origen y la evolución de los actores armados ilegales. En su desarrollo, el Grupo de Memoria Histórica —adscrito primero a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación – cnrr- y ahora parte del Centro Nacional de Memoria Histórica – cnmh— se propuso dar respuesta a este requerimiento desde la 3. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública (México: Ediciones Gustavo Gili, 1994), 11. consideración de los actores armados ilegales no solo como aparatos de guerra, sino especialmente como productos sociales y políticos del devenir de nuestra configuración histórica como país.
A la luz de las consideraciones expuestas, el relato aquí plasmado intenta romper con las visiones reductoras de la violencia que condensan en coordenadas morales (los buenos y los villanos) la complejidad de lo que hemos vivido. La larga trayectoria del conflicto y las transformaciones de sus actores, junto a las transformaciones sociales e institucionales, clausuran toda pretensión de un relato mono causal que reduzca la continuidad de la violencia o su solución a la sola acción de los perpetradores o a un ejercicio de condena moral. La sociedad ha sido víctima pero también ha sido partícipe en la confrontación: la anuencia, el silencio, el respaldo y la indiferencia deben ser motivo de reflexión colectiva.
No obstante, esta extensión de responsabilidades a la sociedad no supone la dilución en un “todos somos culpables” de las responsabilidades concretas y diferenciadas en el desencadenamiento y desarrollo del conflicto. La reconciliación o el reencuentro que todos anhelamos no se pueden fundar sobre la distorsión, el ocultamiento y el olvido, sino solo sobre el esclarecimiento. Se trata de un requerimiento político y ético que nos compete a todos.
Este informe no es una narrativa sobre un pasado remoto, sino sobre una realidad anclada en nuestro presente. Es un relato que se aparta explícitamente, por convicción y por mandato legal, de la idea de una memoria oficial del conflicto armado. Lejos de pretender erigirse en un corpus de verdades cerradas, quiere ser elemento de reflexión para un debate social y político abierto. El país está pendiente de construir una memoria legítima, que no consensuada, en la cual se incorporen explícitamente las diferencias, los contradictores, sus posturas y sus responsabilidades, y, además, se reconozca a las víctimas.

El informe es un momento, una voz, en la concurrida audiencia de los diálogos de memoria que se han venido realizando en las últimas décadas. Es el “¡Basta ya!” de una sociedad agobiada por su pasado, pero  esperanzada en su porvenir.



EL INFORME