Colombia
lleva cincuenta años de conflicto armado, que constituyen una verdadera tragedia.
Las consecuencias de la misma vistas en
este informe, con un análisis contextual completo, cifras e inventario de
daños, constituyen un aporte a la reconstrucción histórica del conflicto. El
informe fue dirigido por el investigador de la universidad nacional Gonzalo Sánchez,
esta comisión se creó dentro del marco de la ley de justicia y paz. El objetivo
del trabajo es rescatar la memoria del conflicto necesario para reparar,
recomponer, perdonar y sembrar porvenir dentro de los marcos de inclusión,
equidad y oportunidades. Hoy de manera oficial se lo entregan al
presidente. He querido traer el prólogo
del mismo para que mis lectores conozcan de manera directa. Se darán los link
donde está completo el mismo.
EL MAL SUFRIDO DEBE INSCRIBIRSE EN LA MEMORIA
COLECTIVA, PERO PARA DAR
El
mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva
oportunidad al porvenir
Tzvetan Todorov
Colombia tiene una larga
historia de violencia, pero también una renovada capacidad de resistencia a
ella, una de cuyas más notorias manifestaciones en las últimas dos décadas ha
sido la creciente movilización por la memoria. Rompiendo todos los cánones de
los países en conflicto, la confrontación armada en este país discurre en
paralelo con una creciente confrontación de memorias y reclamos públicos de justicia y reparación.
La memoria se afincó en Colombia no como una experiencia del posconflicto, sino
como factor explícito de denuncia y afirmación de diferencias. Es una respuesta
militante a la cotidianidad de la guerra y al silencio que se quiso imponer
sobre muchas víctimas. La memoria es una expresión de rebeldía frente a la
violencia y la impunidad. Se ha convertido en un instrumento para asumir o
confrontar el conflicto, o para ventilarlo en la escena pública. Ahora bien, al
aceptar que la movilización social por la memoria en Colombia es un fenómeno existente,
es preciso también constatar su desarrollo desigual en el plano político,
normativo y judicial. Regiones, tipos de víctimas, niveles de organización, capacidad
de acceso a recursos económicos son factores que cuentan en la definición de
los límites o posibilidades de la proyección y sostenibilidad de las prácticas
e iniciativas de memoria que hoy pululan en el país. En todo caso, es gracias a
todo este auge memorialístico que hay en Colombia una nueva conciencia del
pasado, especialmente de aquel forjado en la vivencia del conflicto.
El conflicto y la
memoria —lo muestra con creces la experiencia colombiana no son elementos
necesariamente secuenciales del acontecer político-social, sino rasgos
simultáneos de una sociedad largamente fracturada.
ENTRE
LA INVISIBILIDAD Y EL RECONOCIMIENTO
Colombia apenas comienza a
esclarecer las dimensiones de su propia tragedia. Aunque sin duda la mayoría de
nuestros compatriotas se sienten habitualmente interpelados por diferentes
manifestaciones del conflicto armado, pocos tienen una conciencia clara de sus
alcances, de sus impactos y de sus mecanismos de reproducción. Muchos quieren
seguir viendo en la violencia actual una simple expresión delincuencial o de bandolerismo,
y no una manifestación de problemas de fondo en la configuración de nuestro
orden político y social.
El carácter invasivo de la
violencia y su larga duración han actuado paradójicamente en detrimento del
reconocimiento de las particularidades de sus actores y sus lógicas
específicas, así como de sus víctimas. Su apremiante presencia ha llevado
incluso a subestimar los problemas políticos y sociales que subyacen a su
origen. Por eso a menudo la solución se piensa en términos simplistas del todo
o nada, que se traducen o bien en la pretensión totalitaria de exterminar al
adversario, o bien en la ilusión de acabar con la violencia sin cambiar nada en
la sociedad. Una lectura del conflicto en clave política mantiene las puertas
abiertas para su transformación y eventual superación, lo mismo que para
reconocer, reparar y dignificar a las víctimas resultantes de la confrontación
armada.
En este contexto, es un
acontecimiento reciente la emergencia de las víctimas en la escena social y en
los ámbitos institucionales y normativos. Tierra, verdad y reparación
constituyen, en efecto, la trilogía básica de la Ley de Víctimas que inauguró
un nuevo modo de abordar el conflicto en el Estado colombiano. Durante décadas,
las víctimas fueron ignoradas tras los discursos legitimadores de la guerra,
fueron vagamente reconocidas bajo el rótulo genérico de la población civil o,
peor aún, bajo el descriptor peyorativo de “daños colaterales”. Desde esta
perspectiva, fueron consideradas como un efecto residual de la guerra y no como
el núcleo de las regulaciones de esta.
La polarización minó el
campo de la solidaridad con ellas, incluso las movilizaciones ciudadanas contra
modalidades de alto impacto, como el secuestro y la desaparición forzada, se
inscribieron en esta lógica dominante en el campo político. Las víctimas
particularmente del paramilitarismo fueron puestas muchas veces bajo el lente
de la sospecha, se establecieron en general jerarquías oprobiosas según el
victimario, que tuvieron como correlato la eficacia o la desidia institucional,
la movilización o la pasividad social.
¿A quiénes concierne la
guerra? En la visión kantiana, el daño que se hace a una víctima es un daño que
se le inflige a toda la humanidad. De allí el compromiso axiológico de
protección a las víctimas, consagrado en las normas internacionales de Derechos
Humanos y del Derecho Internacional Humanitario. No obstante, pareciera que en
los hechos se requiere la condición de parte directamente afectada, interesada,
para que el tema de las responsabilidades frente al conflicto desencadene la acción
colectiva. Por ello, aunque el conflicto armado en el país ha cobrado millares
de víctimas, representa para muchos conciudadanos un asunto ajeno a su entorno
y a sus intereses. La violencia de la desaparición forzada, la violencia sobre
el líder sindical perseguido, la violencia del desplazamiento forzado, la del
campesino amenazado y despojado de su tierra, la de la violencia sexual y
tantas otras suelen quedar marginadas de la esfera pública, se viven en medio
de profundas y dolorosas soledades. En suma, la cotidianización de la
violencia, por un lado, y la ruralidad y el anonimato en el plano nacional de
la inmensa mayoría de víctimas, por el otro, han dado lugar a una actitud si no
de pasividad, sí de indiferencia, alimentada, además, por una cómoda percepción
de estabilidad política y económica.
La construcción de memorias
emblemáticas de la violencia y de sus resistencias puede y debe realizarse
tanto desde los centros como desde la periferia del país. Tanto desde los
liderazgos nacionales y los liderazgos enraizados en las regiones, como desde
los pobladores comunes y corrientes. La democratización de una sociedad
fracturada por la guerra pasa por la incorporación, de manera protagónica, de
los anónimos y de los olvidados a las luchas y eventualmente a los beneficios
de las políticas por la memoria.
Es indispensable desplegar
una mirada que sobrepase la contemplación o el reconocimiento pasivo del
sufrimiento de las víctimas y que lo comprenda como resultante de actores y
procesos sociales y políticos también identificables, frente a los cuales es
preciso reaccionar. Ante el dolor de los demás, la indignación es importante
pero insuficiente. Reconocer, visibilizar, dignificar y humanizar a las
víctimas son compromisos inherentes al derecho a la verdad y a la reparación, y
al deber de memoria del Estado frente a ellas.
La memoria de las víctimas
es diversa en sus expresiones, en sus contenidos y en sus usos. Hay memorias confinadas
al ámbito privado, en algunos casos de manera forzosa y en otras por elección,
pero hay memorias militantes, convertidas a menudo en resistencias. En todas
subyace una conciencia del agravio, pero sus sentidos responden por lo menos a
dos muy diferentes tipos de apuestas de futuro. Para unos, la respuesta al agravio
es una propuesta de sustitución del orden, es decir, la búsqueda de la
supresión o transformación de las condiciones que llevaron a que pasara lo que
pasó: es una memoria transformadora. Pero hay también memorias sin futuro, que
toman la forma extrema de la venganza, la cual a fuerza de repetirse niega su
posible superación. La venganza pensada en un escenario de odios colectivos
acumulados equivale a un programa negativo: el exterminio de los reales o
supuestos agresores. En efecto, la venganza parte de la negación de la
controversia y de la posibilidad de coexistir con el adversario. Es la negación
radical de la democracia.
Degradación y
responsabilidad
Las guerras pueden destruir
o transformar las sociedades, pero ellas también se transforman por exigencias
internas o por variaciones inesperadas de los contextos que propiciaron su
desencadenamiento. Esa distancia entre el origen y la dinámica presente de una
guerra la plasmó con un símil muy elocuente para la Guerra de los Mil Días el
General Benjamín Herrera, uno de sus protagonistas: “las guerras en su curso van
siendo alimentadas y sostenidas por nuevos reclamos o nuevas injusticias distintas
de aquellas que las hacen germinar, al modo que los ríos llevan ya en su
desembocadura muchísimas más ondas que aquellas con que salieron de su fuente1 Pocos
dudarían hoy que el conflicto armado interno en Colombia desbordó en su
dinámica el enfrentamiento entre los actores armados. Así lo pone de presente
la altísima proporción de civiles afectado y, en general, el ostensible
envilecimiento de las modalidades bélicas. De hecho, de manera progresiva,
especialmente desde mediados de la década de los noventa, la población inerme
fue predominantemente vinculada a los proyectos armados no por la vía del
consentimiento o la adhesión social, sino por la de la coerción o la
victimización, a tal punto que algunos analistas han definido esta dinámica
como guerra contra la sociedad o guerra por población interpuesta.2 a violencia
contra la población civil en el conflicto armado interno se ha distinguido por
la sucesión cotidiana de eventos de pequeña escala 1. Citado en Gonzalo Sánchez
y Mario Aguilera (Editores), Memoria de un país en Guerra: Los Mil Días
1899-1902, Editorial Planeta, Bogotá, 2001, p.23 2. Ver Daniel Pecaut, Guerra
contra la Sociedad, Editorial Planeta, Bogotá, 2001. Y EricLair,
“Reflexiones acerca del terror en los escenarios de guerra interna “, en
Revista De Estudios Sociales, No. 15, junio 2003, pp. 88-108 (asesinatos
selectivos, desapariciones forzosas, masacres con menos de seis víctimas,
secuestros, violencia sexual, minas antipersonal) dentro de una estrategia de
guerra que deliberadamente apuesta por asegurar el control a nivel local, pero
reduciendo la visibilidad de su accionar en el ámbito nacional. En efecto, los
actores armados se valieron tanto de la dosificación de la violencia como de la
dosificación de la sevicia, esta última en particular en el caso de los
paramilitares como recurso para aterrorizar y someter a las poblaciones. Esta
dinámica, que constituyó el grueso de la violencia vivida en las regiones, fue
escasamente visible en el plano nacional, lo que muestra la eficacia del
cálculo inicial de los perpetradores de eludir la responsabilidad de sus
fechorías frente a la opinión pública y frente a la acción judicial.
Desentrañar las lógicas de
la violencia contra la población civil es desentrañar también lógicas más
amplias de la guerra: el control de territorios y el despojo de tierras, el
dominio político electoral de una zona, la apropiación de recursos legales o
ilegales. La victimización de las comunidades ha sido un objetivo en sí mismo,
pero también ha sido parte de designios criminales más amplios de los actores
de la guerra.
¿Pluralismo y disenso:
amenaza o riqueza?
La confrontación armada
contemporánea exacerbó particularidades de la tradición política nacional, en
especial el sectarismo, que tuvo su máxima expresión en la guerra sucia.
Ciertamente en Colombia ha predominado una concepción de la política en la cual
el disenso o la oposición son vistos antes que como elementos constitutivos de
la comunidad política, como amenazas a la integridad de esta o a la concepción
de orden dominante en cada momento. Se trata de la persistencia de una cultura política
que no ha logrado superar la exclusión ni mucho menos integrar la diferencia de
forma activa en la lucha por el poder. En su lugar hay una tentación latente al
pensamiento único o al dogmatismo, que limita con la violencia o la alimenta.
Es bajo esta perspectiva que el campo político integró como rasgo distintivo de
sus dinámicas la eliminación del adversario o del disidente. Ese ha sido lo que
podría llamarse el programa perverso de la guerra sucia. El sectarismo de la
política se extiende a las armas y el sectarismo de las armas se proyecta en la
política.
Son males que vienen de muy
atrás. Los procesos de ampliación democrática en el plano institucional que se
iniciaron desde los años ochenta no marcharon a la par de la democratización
social. En efecto, el acomodamiento de viejos poderes, la instrumentalización
de la vía política y la cooptación del Estado por parte de los actores armados ilegales
de uno y otro signo torpedearon los esfuerzos de democratización emergentes.
En esta dirección,
democratización sin democracia o “Estado de Derecho sin democracia”, en
términos de J.Habermas,3 resultan adecuados descriptores para el proceso, antes
que la afirmación de un pulso insoluble entre ampliación democrática y
profundización de la violencia, como a menudo se ha sugerido.
La democratización social y
política sigue siendo una realidad inconclusa. Los procesos de reinserción que
han tenido lugar no han sido del todo exitosos. En muchos sectores de la
sociedad persiste el estigma o señalamiento sobre quienes han abandonado las
armas. En estos casos, el pasado de violencia es explotado por muchos para
reproducir y azuzar el conflicto en el presente, poniendo en riesgo una
reintegración verdadera a la comunidad política y la posibilidad misma de
transformación del contendor armado en contradictor político que es la
sustancia de un proceso de paz
Las memorias y el provenir
Este informe da
cumplimiento al mandato legal (Ley 975 de Justicia y Paz) de elaborar un relato
sobre el origen y la evolución de los actores armados ilegales. En su
desarrollo, el Grupo de Memoria Histórica —adscrito primero a la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación – cnrr- y ahora parte del Centro
Nacional de Memoria Histórica – cnmh— se propuso dar respuesta a este
requerimiento desde la 3. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión
pública (México: Ediciones Gustavo Gili, 1994), 11. consideración de los
actores armados ilegales no solo como aparatos de guerra, sino especialmente
como productos sociales y políticos del devenir de nuestra configuración
histórica como país.
A la luz de las
consideraciones expuestas, el relato aquí plasmado intenta romper con las
visiones reductoras de la violencia que condensan en coordenadas morales (los
buenos y los villanos) la complejidad de lo que hemos vivido. La larga
trayectoria del conflicto y las transformaciones de sus actores, junto a las
transformaciones sociales e institucionales, clausuran toda pretensión de un
relato mono causal que reduzca la continuidad de la violencia o su solución a
la sola acción de los perpetradores o a un ejercicio de condena moral. La sociedad
ha sido víctima pero también ha sido partícipe en la confrontación: la
anuencia, el silencio, el respaldo y la indiferencia deben ser motivo de
reflexión colectiva.
No obstante, esta extensión
de responsabilidades a la sociedad no supone la dilución en un “todos somos
culpables” de las responsabilidades concretas y diferenciadas en el
desencadenamiento y desarrollo del conflicto. La reconciliación o el
reencuentro que todos anhelamos no se pueden fundar sobre la distorsión, el
ocultamiento y el olvido, sino solo sobre el esclarecimiento. Se trata de un
requerimiento político y ético que nos compete a todos.
Este informe no es una
narrativa sobre un pasado remoto, sino sobre una realidad anclada en nuestro
presente. Es un relato que se aparta explícitamente, por convicción y por
mandato legal, de la idea de una memoria oficial del conflicto armado. Lejos de
pretender erigirse en un corpus de verdades cerradas, quiere ser elemento de
reflexión para un debate social y político abierto. El país está pendiente de
construir una memoria legítima, que no consensuada, en la cual se incorporen
explícitamente las diferencias, los contradictores, sus posturas y sus
responsabilidades, y, además, se reconozca a las víctimas.
El informe es un momento,
una voz, en la concurrida audiencia de los diálogos de memoria que se han
venido realizando en las últimas décadas. Es el “¡Basta ya!” de una sociedad
agobiada por su pasado, pero esperanzada
en su porvenir.
EL INFORME