Cuando llegó la tarjeta de invitación al matrimonio quede
estupefacto, la verdad no fue por el matrimonio al que me invitaban, sino por
mi edad, mi sobrino desde hace mucho tiempo era un hombre hecho y derecho, como
diría mi madre, a pesar de ello, cuando
me refería a cualquier cosa suya, hablaba como si todavía fuera un niño, como si ese ser
lleno de precocidades no hubiese crecido, siempre con los ojos bien abiertos los
que parece no cerrar nunca, con una contención en sus actos y una
responsabilidad natural firme y sin arrogancias poco común para estos tiempos. Nació
un día cualquiera hace 30 años, en la clínica San Bartolomé de Bogotá en medio
de un parto con muchos cuidados y un tensión no grata, debido a que de súbito en su matrimonio mi hermana nos sorprendió con un corazón delicado y débil, que ha sabido
lidiar con inteligencia y diligencia, resistiendo a su naturaleza enferma en una guerra sin cuartel que por
fortuna ha ganado hasta ahora. Camilo fue el inicio de una saga de sobrinos que empezó a garantizar la existencia de una
nueva generación muy diferente a la nuestra, llena de
posibilidades, de esperanzas y con un concepto de la felicidad lejos de la anterior tan equivocada.
Diría, muy al estilo del génesis bíblico, Camilo es hijo de Nayibe
y Rubén, Nayibe es hija de Hernando y Miryan, Rubén de Luis y Teresa, ellos tenían
como centro de sus vida a la ciudad de Bucaramanga, tiene un hermano llamado Iván,
11 primos, una afición y pasión por el futbol perversa, es hincha incondicional
del equipo los Millonarios pese a su decadencia incontenible, le encanta jugar
este deporte y cuando lo hace, expone en la cancha las cualidades más excelsas que
caracterizan su vida: Claridad, firmeza, toque corto y fuerza. Camilo fue formado
en un hogar típico de la generación del 58-60 del siglo anterior, profesionales
jóvenes, ejecutivos enfrentados a nuevos paradigmas, quienes afianzaron su vida
en el fiel cumplimiento de su trabajo, responsabilidades que al final les brindaron garantías para sobrevivir en este mundo lleno de egoísmos laborales
que suelen camuflarse con esa palabra mordaz: Competencia.
Este es pues el capítulo que enmarcaría la vida de Camilo en
Blanco y Negro. Pero hay cosas muy especiales. Camilo, ese niño, que mi padre
en Barranquilla consintió lleno de orgullo, que lo exponía como un trofeo a los clientes de un
supermercado sin ambages, recuerdo que algún dijo: Tiene
la mirada escrutadora que asusta, se anticipa, comprende fácil, me trajo a colación a Aureliano en “Cien años
de soledad”, Después recordé algunas escenas típicas de su vida, salía en compañía
de su hermano a cumplir con las responsabilidades escolares desde muy pequeño, siempre con
cierto desparpajo, como adivinando su destino, con los calzones muy descolgados,
agotando sus primeros años, en este ciclo fue desgranando la vida con una sencillez conceptual
sin arabescos, no se complica nunca, cumple con las tareas que le depara el
destino y su visión de futuro con diligencia de relojero y al paso de los retos, va acumulando logros, no se enreda en la vida con ilusiones vagas ni mentiras, disfruta las pequeñas cosas, como los tragos cortos, sin tantas
mezclas. Camilo se graduó de contador, buscó trabajo, se enamoró en serio,
decidió compartir su vida y posibilidades con una mujer que le llena y le hace feliz, que le
hará comprender y gozarse la grandeza que significa vivir, ese encantador fenómeno que
pese a sus tragedias es un milagro, es un hecho, su decisión de casarse nos delató
del todo: Somos unos viejos. Miro a Camilo y veo un señor a carta cabal, me
llena de orgullo tenerlo como mi sobrino y es definitivo, pertenece a una generación diferente, espero no cometa nuestras torpezas, no repita los errores que nos
dieron tantas lidias y solo le exijo acepte una cosa: la felicidad es más
sencilla de lo que nos imaginamos.