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lunes, enero 04, 2016

EL ÚLTIMO ADIÓS

Algún día Ana escuchó de su hermano:Después de su muerte esperaba que se sembrara un árbol nativo con sus cenizas en el parque Tayrona de Colombia, lo hizo de manera casual y Ana expresó la misma voluntad. Esta afirmación premonitoria marcaría los últimos quince días de diciembre del 2015, se había convertido en una especie de sentencia. Aquel deseo la describía en su totalidad, Ana fue una mujer comprometida con el universo, convivió en paz con la naturaleza en medio de las complicaciones propias de la sociedad de consumo, nunca permitió sesgos frente a esta posición.
Las cenizas de una persona sintetizan en esencia lo efímero que somos y la grandeza de la vida en la finitud implacable. Más cuando de manera súbita una enfermedad nos arrebata a alguien con la que compartimos absolutamente todo. Hablar de vacío, de ausencia, de derrota o de duelo no es suficiente. El sentimiento de impotencia es absoluto y empezamos a sentir que realmente estamos de paso, esta no es una frase de cajón, es un hecho nuestra decisión cuenta muy poco respecto a la hora de partida.
Salí junto con mis tres hijos, Mariana, Santiago, Isabella, la madre de Ana, Ana Emilia y el tío Hugo el 21 de Diciembre hacía el parque Tayrona en un bus moderno vía Caucasia hacía la Sierra Nevada. Íbamos exactamente a la zona conocida como Minca, cerca de Santa Marta, que hace parte de la parte baja del Tayrona, por la salida de Santa Marta a la Guajira.
El viaje desde que Salimos se convirtió en una reflexión sobre la vida, sobre la pareja, la familia y por supuesto sobre la soledad. Allí nos encontraríamos con su Hermano Jorge, el propósito era darle cumplimiento a un deseo de Ana sagrado para todos.  
Cuando uno ha tenido en sus manos las cenizas de una persona a la que amó profundamente, con la que compartió los últimos 18 años de su vida, cuando sabe que en esa pequeña caja esta todo lo que fue desde la perspectiva física, comprende la grandeza de la existencia, del espíritu, la capacidad creadora del ser, de la conciencia, el privilegio que significa vivir y paradójicamente lo vulnerable que somos. Bamville, el escritor Irlandes dice, “que uno no recuerda sino que uno inventa”, que el recuerdo siempre es una invención. Pienso que puedo decir sin temor a equivocarme que Ana nunca fue inferior a sus principios y a la dimensión ética de su vida. Fue  sencilla, leal y profundamente religiosa, pero en esencia libre-pensadora, respetaba las posiciones del otro sin ningún sentimiento de manipulación o indiferencia, lo hacía con absoluta tolerancia. Nunca conocí una persona que supiera escuchar con tanto respeto como ella. Difícil encontrar una interlocutora de tanta calidad.
El viaje, me llenó de temores, por lo que pensaran mis hijos, por eso que llamamos catarsis, por nuestro futuro, por el sufrimiento de la madre de Ana, quien aun no comprende que pasó ni menos como se dio este desenlace fatal, de tanta trascendencia en su existencia. Fueron más los silencios que las palabras, el respeto, cierta incomprensión e impotencia, como una especie de fragilidad expuesta.
Cuando llegamos, al principio nadie habló del motivo del viaje, durante dos días, frente al inconmensurable impacto del aroma vegetal que nos rodeaba, de una selva exuberante y arrogante, actuábamos sin citar la razón fundamental de nuestra estadía en este sitio, tal vez extasiados por tanta belleza, regocijados por el encuentro con Jorge, su esposa una Holandesa hermosa e inteligente, su hijo Inti, un pequeño, de una amabilidad  sin cansancios, lleno de sinceridad y abierto siempre a compartir como un arco iris.
Mis hijos sufrían en silencio y muchas veces parecían no entender el viaje, ni menos el lugar, cada hecho de los últimos seis meses los había asaltado con una precocidad y tragedia insultante. El dialogo con su tío y conmigo les fue dando la apertura de la dimensión de nuestro propósito, lo sublime que era cumplirle a su madre y por este camino a entender sus razones, que se vuelven como guías silenciosas, como una luz que nos va confirmando que el espíritu de un persona nos acompaña en el recuerdo y que puede estar vivo por siempre, que de cierta manera nunca morimos.
Mi hijo Santiago había sido el custodio de las cenizas. Lo hizo con una naturalidad sorprendente, como si estuviera realmente con su madre, sin matices ni misterios, más bien con una dulzura admirable. Ahora que le íbamos a cumplir su último deseo pensábamos en su forma de ser, la manera como asumía sus compromisos, de amar en medio de las rutinas más simples, de estar, en una compañía a sus hijos permanente, total, era su razón de ser y de existir. Jorge ya había escogido el sitio donde sembraríamos el árbol, en el pico de una montaña desde donde se divisiva el bosque imponente, la ciudad de Santa Marta y parte de la bahía.
Hay actos que requieren un ritual, cierta solemnidad, subimos hacia la montaña en silencio, como en una procesión, tal vez cada uno pensaba en Ana a su manera, en lo individual cada relación siempre es diferente, cada quien tendrá una manera de recordarla y vivirla. Pensaba que después de este acto había una especie de aceptación sobre su partida, que la recordaríamos de otra manera, pero que definitivamente ya no la tendríamos más. Miraba el horizonte mientras Jorge y mi hijo cavaban el sitio donde se enterraría el árbol junto con sus cenizas. En ese momento sentí su presencia, su mirada sosegada, sus grandes ojos negros y bellos llenos de dulzura, la firmeza de carácter, su manera de ser contenida, reservada, la vitalidad para afrontar lo indecible, el amor inconmensurable por sus hijos. De pronto Jorge esparcía las cenizas y llenaba de tierra el sitio dejando el arbolito mirando el horizonte y pensé que ahí estaba Ana en todo su esplendor, con esa paz que expresaba cuando estaba alegre, con esa sonrisa repentina después de la frase inteligente que le caracterizaba.

Durante quince días le visitamos llevándole agua, en lo particular me sentaba a su lado a mirar el horizonte y a pensar en lo corta que es la vida. Recordé el texto que me hizo leer mi padre muy joven “De la brevedad de la vida” de Seneca y pensaba en lo poco conscientes que somos de esta realidad. Regresamos el primero de enero, con la tranquilidad que nos brindaba los últimos días, siempre meditando sobre lo que será nuestra vida en adelante.  Estos fueron los hechos que marcaron el último Adiós a Ana.