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martes, septiembre 20, 2011

PAOLA OLOIXARAC

Le he seguido el rastro  a esta  escritora y filosofa Argentina, quien ha sorprendido a sirios y troyanos, por la calidad  de su primera novela, por su excentricidad, que suscita polémicas a granel  y por el cuestionamiento implícito a un mundo virtual,que nos avasalla. En este texto se expone la vacuidad del hombre en medio de una posmodernidad que es imposible de entender para quien la padece. 
Tomare algunas reseñas y artículos importantes sobre la novela y la autora, por considerarlos muy buenos.

DANIEL LINK

«Las teorías salvajes podría entenderse como una comedia (y más exactamente: como una comedia isabelina) si no fuera porque, en rigor, es más bien un roman philosophique, que encuentra en la razón, la modernidad y el sujeto universal sus temas. Por supuesto, las doctrinas, tal como cualquier persona con paciencia puede aprenderlas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (“un ecosistema gagá donde se permitía al académico gagá convivir a gusto con el deterioro institucional”), no están ausentes de su discurrir, pero el aspecto que presentan los personajes filosóficos convocados es de tal talante que, ahora sí, parecen héroes de una comedia (pero una comedia disparatada de los años cincuenta).
El lector atento encontrará en Las teorías salvajes ramalazos de Humbert-Humbert, de Rousseau, de Wittgenstein, incluso de Nippur de Lagash. Es como si la novela (o las novelas que se incluyen unas dentro de otras, como Matrioshkas desquiciadas que además han leído a Proust y saben que todo puede ser leído à clef) quisiera gritar: “¿pero no era que filo-sofía quería decir amor por el saber, no importa dónde se encuentre?”. Desde estas páginas que Pola Oloixarac (pariente empática del barón Jacob von Uexküll, el eminente zóologo) nos regala, alguien le contestaría que no: “La filosofía es el playground de Satán”.»

BEATRIZ SARLO


La teoría en tiempos de Google


El pececito se llama Yorick y la gata Montaigne Michelle. Su dueña se aferra a una “edición trilingüe de la Metafísica de Aristóteles” y usa “gorra de escribir” como Jo en Mujercitas. Una tormenta le impone, como toda la naturaleza, su “efecto gótico” y el terror la conduce a una cita de John Aubrey sobre la costumbre de Hobbes de cantar de noche desgañitándose porque creía que así beneficiaba sus pulmones. Inmediatamente, por deslizamiento, llega Rousseau que, como Hobbes, también protagoniza episodios de paranoia “clásica y barroca”.
Cualquier párrafo de la novela de Pola Oloixarac ofrece esta variedad de remisiones culturales. La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA es la patria de adopción de la narradora (alias Rosa Ostreech: Avestruz Rosado), hija vengadora y respetuosa, satírica y disciplinada de la heterotopía cuyo lugar físico es Puán y Pedro Goyena. Las teorías salvajes no podría haber salido de una cabeza educada en otra parte; a quienes conocen la abigarrada escena de la Facultad esta novela les resultará algo así como una carta escrita por un pariente próximo que desprecia y ama los cuatro pisos del edificio y los personajes de picaresca que discurren allí (los vendedores de videos y discos truchos o de panes rellenos, los organizadores de iniciativas descabelladas que la novela, al pasar, pone en ridículo, las profesoras arratonadas, los ayudantes de cátedra solícitos, los titulares carcomidos por la decrepitud y la repetición que se transforman en objetos eróticos de estudiantes obsesivas, ávidas y ambiciosas).
Las teorías salvajes muestra lo que se puede hacer con lo que se aprendió en la Facultad, o sea que, a su modo, es un panegírico del mundo universitario que ha convertido a una mujer joven y bella (narradora, personaje, conste que no digo autora) en una especie de monomaníaca para quien lo erótico se consume o se consuma en la pasión filosófica y viceversa. Reivindicación hipercrítica de Puán y Pedro Goyena, la novela se apoya sobre el mismo suelo que convierte en un campo minado. No hay por qué pensar de antemano que eso carece de un interés más amplio, porque todo depende de la eficacia de la sátira que a veces es veloz, inteligente, cruenta, y otras, demasiado engolosinada con su perspicacia.
Fiel a esta heterotopía del Saber, la narradora tiene siempre un libro a mano para fregarlo contra el hocico de su gata en un gesto de didactismo mimético; o para contar una performance porno-underground o un trip de pastillas y polvos diversos en una disco. Las teorías (antropológicas, psiquiátricas, filosóficas, tecnológicas) fascinan, pero también son instrumentos para escribir una novela que yo no llamaría filosófica, sino de aprendizaje, no una “educación sentimental” sino una educación a secas.
Se podría hablar de los procedimientos intertextuales que ponen de manifiesto esta educación, de las citas de libros reales o de textos inventados. Sin embargo, no estoy muy segura de que “intertextual” sea la palabra adecuada. Habría que buscar otra. La intertextualidad pertenece a la época de las bibliotecas reales y de las enciclopedias. Las citas, alusiones y ficciones teóricas de esta novela son de la era Google, que ha vuelto casi inútil el trabajo de hundir citas cifradas porque nada permanece cifrado más de cinco minutos. Sylvia Molloy escribió que la erudición borgeana era incierta y finalmente poco confiable. Esa cualidad dudosa de la cita, que producía la indeterminación de los textos de Borges, hoy no tiene condiciones de posibilidad: no hay incertidumbre; verdadera, modificada o intacta, la cita siempre se encuentra a pocos golpes de teclado; y las citas falsas no aparecen entre los resultados del buscador.
El personaje de Las teorías salvajes lleva una mochila llena de libros, posee los clásicos en las lenguas correspondientes, clasifica con cartoncitos los estantes de su biblioteca. Pero ella y nosotros sabemos que allí está Google, burlando la colección de libros y artículos sobre papel, como una amenaza a la custodia privada del saber. Atento a esta cualidad Google, Tulio Halperín Donghi, en Son memorias, reemplazó todas las referencias a libros que conoce perfectamente por una fórmula leve y divertida: “Google me informa”. Después de Google, no hay erudición sino links. Las teorías salvajes vive desesperadamente esta situación y quizá por eso Pola Oloixarac acumula referencias.
Aunque Hobbes es “el centro flamígero” de la biblioteca y las teorías de un antropólogo apócrifo invierten la ficción freudiana en torno al asesinato del Padre, Las teorías salvajes sobresalen más en el aforismo y el mot d’esprit: un setentista es un “trasto viejo de ideologemas” y está “envuelto en su extraño glamour de veterano de guerra sucia”; el consumo de cumbia por las capas medias es una “degeneración chic de lo inadmisible”. Igual que Laura Ramos, Oloixarac es implacable con la educación recibida como hija de “progres”: a los chicos no se les compra helados Massera y en los colegios está bien visto “escribir ensayos sobre los desaparecidos y poemas sobre la dictadura en las clases de expresión corporal”, cuyos títulos pueden ser “Pégame y llámame Esma”. La caricatura de esos años de infancia es tan sarcástica como eficaz, con una sola excepción: no funciona la parodia del diario íntimo de una militante setentista que la novela transcribe. La parodia necesita una idea más exacta del texto a parodiar y Oloixarac no la tiene.
En paralelo a la historia del desenfrenado erotismo filosófico de la narradora nacida y criada en Filosofía y Letras hay otra historia, que transcurre en el escenario de lo semi fashion, semi cool, bizarro de Buenos Aires, donde cada minoría cultural es el centro de pequeños oleajes de celebridad marginal (en realidad: todo es margen). Esos personajes, por un capricho de la fortuna, acceden al estatuto de celebrities fugaces. Allí hay de todo: hijos de madres setentistas (exactamente captadas con su pelos al viento a lo Farrah Fawcett y sus largas polleras), parejas en busca de parejas que arman una especie de colonia urbana para el sexo, las drogas, la difusión de videos, y la creación de una página de games en Internet que se inaugura con Dirty Wars 1975, nerds, cumbieros y, como pintoresco desafío, un empleado de MacDonald’s con síndrome de Down que se masturba con la protagonista de videos under porno. Este abanico de life-styles tiene una dinámica merecidamente mayor que el reducto Puán de las pasiones filosóficas. La zona juvenil de Las teorías salvajes, en especial una noche en la disco y la realización del video-game cuya acción transcurre en los años setenta, muestra una vitalidad exuberante, acentuada por la original insistencia con que Oloixarac escribe sobre los cuerpos feos y las materias o los olores inmundos.
La mezcla de bizarros, nerds y beautiful people produce un tratado de microetnografía cultural más convincente que los que resultan de las pasiones teóricas. Las teorías salvajes están allí.

Huida y lectura rápida
por Dasbald

Tratando de huir a los microefectos negativos que me provoca el contacto con mi familia política, de la cual una parte esta noche viene de visita a mi hogar dulce hogar, salgo a la calle, me encamino hacia una librería tratando de comprar Las teorías salvajes de Pola Oloixarac. Pronto me doy cuenta de que estoy ante un posible pequeño best seller, si es que apresuradamente se puede llamar así al efecto de haberse agotado en una, dos, tres, cuatro librerías. Finalmente hay dos ejemplares en una sucursal de Hernández sobre los que me abalanzo discretamente. Entonces pago, miro de reojo alguna que otra cosa, pero básicamente salgo rápidamente del local y más rápidamente intento abandonar la zona de la avenida Corrientes con su aire de fantasma setentista de sábado por la noche. No es que la calle Corrientes me parezca insoportablemente espeluznante y horrible bajo cualquier luz o a cualquier hora del día, debiendo escapar imperiosamente cada vez que necesito frecuentar sus inmediaciones, sino que en esta ocasión su fealdad no es suficiente. Debo buscar algún espacio o sitio aún más espantoso que silencie el continuo tic tac con el que una bomba de horror doméstico me acosa: ellos, es decir, mi cuñado, el primo de C., en fin, y algunos otros miembros de la tribu de los Campanelinsky, en este momento deben de estar paseándose por mi casa y sus pasillos, inspeccionándolo todo, hablando a los gritos, etc. Por lo tanto, no se me ocurre nada mejor que el Alto Palermo para esta emergencia. La noche recién comienza y el show aún no.
Una vez allí, en el patio de comida, me siento en un sillón alargado, tipo banco de plaza acolchado, que da frente a un McDonald’s, entre dos seres en devenir rubias y un padre con su hijo recién amaestrado. Abro el libro, comienzo y sigo sin poder detenerme hasta la página 188 en la que leo: “Nada compite en asco con el capitalismo escénico desarrollado por las izquierdas para la comercialización de sus productos. Es una forma de banalidad común a las sociologías triunfantes: el silogismo práctico según el cual la verdad está necesariamente del lado de los perseguidos y de los pobres, sólo porque halaga al ideal democrático en vigencia y otra sarta de eufemismos que no pueden ser puestos en duda. Tener una izquierda triunfante en el ámbito de la cultura tiene consecuencias peores que simplemente malas películas”, dice el personaje apodado como Pabst, blogger de la paja furiosa, aspirante a destruir cualquier romanticismo del individuo a través de sus despliegues teóricos sociológicos, y a punto de crear unas páginas más adelante, con otros 3 freaks de la cultura porteña con los que comparte sexo grupal y frustraciones, un juego en red llamado Dirty War 1975 en el que los montoneros son recompensados por una grabación de la voz del padre Mujica, a la vez que se enfrentan tácticamente, por ejemplo, a Rani I en su uniforme de servicio: traje, corbata, Ray Ban negros.
Al detenerme se me ocurre que me he reído más de una vez en voz alta a lo largo de estas 188 páginas que recorrí de un tirón, aunque no puedo asegurarlo. El ruido ambiente distorsiona cualquier sentimiento y su concatenada expresión. Se trata de determinar algo en medio de la sofisticación del ruido. Pero debo decir que esta frase, no el primer dardo dirigido hacia la izquierda, me hace reír a la vez que no puedo dejar de sentir cierta compasión por este grupo de personas exaltadas, mesiánicas, del cual tantos, y cada vez más, van a comer como se come la carne al borde del patíbulo. De pronto siento que me enternezco, poseo un sentimiento de piedad política y recuerdo la risa fáustica y la vitalidad glamorosa de Foucault restallando sobre la pudibundez de un Chomsky sobrecargado de buenas intenciones. Como dos estrellas de una película blop, sus rostros me dicen algo desde la minipantalla de youtube.com. No puedo dejar de pensar que el postestructuralismo tuvo algo que ver en esta carnicería, en esta caída, con sus mariconerías teóricas, su desdén por lo humano, su capacidad milimétrica para la semántica y la sintaxis, su frivolidad y cinismo eléctricos. Pero vuelvo a la lectura, donde finalmente todos los personajes se reúnen en una fiesta para celebrar un nuevo programa con el que intentan hackear el Google Earth, como insectos embravecidos por el alcohol, el sexo de terrario y el fin de cualquier ilusión romántica, de cualquier espontaneidad que pueda dejarlos más allá, o más acá, de las teoría que enarbolan una tras otra, constantemente, tratando de no quedar desnudos, porque, a decir verdad, los personajes que pululan por esta novela, no tienen idea de qué es estar desnudos, de qué es la espontaneidad, esa diosa innombrable, desproporcionada y deforme.
Novela sobre los ritos de iniciación, casi como si de un manual de etología se tratase, pero qué manual desopilante, en un primer capítulo podemos seguir retrospectivamente la historia de los padres de K, actual artista multimedia, allá por los ‘70, y los comienzos de una relación donde sexo y política se mezclaban como vemos se mezclan también muy rápidamente en la contemporaneidad de K., pero con la diferencia de que en aquellos años de plomo, dice Pabst, uno se podía permitir ser cursi, decir yo quiero ser un poeta maldito, mientras que hoy eso sería una ridiculez insoportable. Así como la generación anterior, una bomba de jabón que explota desencadenando la generación de K, separándola, expulsándola en fragmentos, las aventuras de nuestra narradora, que mira a K y su pandilla desde la distancia y de la cual solo conocemos su nombre por medio de un anagrama, volverán a unir estas generaciones, entregándose ella misma a un examen minucioso con el que intentará ver cómo el pasado se vuelca en el presente de la artista K., pero sin saber que al acercarse tanto, ambas capas, la década del ’70 y la actualidad, colisionarán mostrando cada una sus detritos, sus inseguridades y su imposible erotismo. Porque nuestra narradora, una especie de Mirna Minkoff en busca de su Ignatius Reilly, nos irá contando sobre ella misma y sobre el enamoramiento incontrolable que sufre por un profesor ya decrépito de la facultad, a la vez que se ve perdida en el rito de aprendizaje al que se somete cuando trata de seducir a un ex líder montonero con el que se propone aprenderlo todo y así volcar ese conocimiento, experta estudiosa, sobre el campo de batalla amoroso, pero por sobre todas las cosas, sobre las teorías anquilosadas de su profesor, futuro amante, a las que intenta insuflarles vida. Porque el campo que Augusto García Roxler comenzó a vislumbrar cuando era joven y trabajaba ad honorem en la Colonia Montes de Oca, necesita de esta ninfa milimétrica que todo lo observa desde su claustro en el que vive con un pez y una gatita. Narradora virginal, férrea, que nos recuerda un poco al costado irónico del poema de Margaret Atwood, The Loneliness of the Military Historian, en el que una mujer habla de su profesión de historiadora de la guerra, poco a poco, al ir mostrándonos sus teorías y sus lecturas, logra algo irresistible: hacer delirar el lenguaje técnico de la ciencia hasta convertir la novela entera y su cadencia filosófica, cuya voz personal parece delineada dúctilmente por un dibujante de historietas, casi como si Pola Oloixarac intentara leer al Marqués de Sade como un escritor de comedias, en una comedia de costumbres desopilante, donde por ejemplo no falta el diario de una militante que le escribe a Mao sobre su cola chata y los bigotes de su enamorado. Pero por sobre todo, lo que Pola Oloixarac intenta con cada avance táctico sobre la historia, la política, el miedo a dejar de ser humanos, la construcción exacerbada de situaciones y deformidades narrativas, el análisis hilarante y exhaustivo de películas de la cultura de masas, el propio deseo de la narradora, es cuán lejos se ha propuesto ir, aún a riesgo de fracasar en un lugar donde esta novela se encuentra sola, debiendo saludar tal vez como los gladiadores que se entregaban a la arena pública diciéndole al César, Morituri te salutamus, sabiendo muy bien que el pasado no es sino un umbral de presente puro, salvaje, en el que nos ponemos una tras otra las teorías pero también intentamos sacárnoslas, una tras otras, como infinitas capas de horror.


FRAGMENTO DE LA NOVELA

En los ritos de pasaje practicados por las comunidades Orokaiva, en Nueva Guinea, los niños que van a ser iniciados, varones y niñas, son primero amenazados por adultos que se agazapan tras los arbustos. Los intrusos, que se supone son espíritus, persiguen a los niños gritando “Eres mío, mío, mío”, empujándolos a una plataforma como la que se usa para matar cerdos. Los niños aterrorizados son cubiertos por una capucha que los deja ciegos; son llevados a una cabaña aislada en el bosque, donde se convierten en testigos de secretas ordalías y tormentos que cifran la historia de la tribu. No es infrecuente, narran los antropólogos, que algunos de los niños mueran en el curso de estas ceremonias. Finalmente los niños sobrevivientes regresan a la aldea, vestidos con máscaras y plumas como los espíritus que los amenazaron al principio, y participan de la caza de cerdos. Regresan ya no como presas sino como predadores, gritando la misma fórmula que habían escuchado de labios enemigos: “Eres mío, mío, mío”. Entre los Nootka, Kwakiutl y Quillayute, en el noroeste del Pacífico, son los lobos –hombres con máscaras de lobos– que amenazan a los pequeños iniciados, persiguiéndolos a punta de lanza hasta empujarlos al centro de los rituales del miedo; al cabo de esas torturas esótericas son introducidos en los secretos del Culto del Lobo.
La vida de la pequeña Kamtchowsky se inició en la ciudad de Buenos Aires, durante los “años de plomo”; el acceso a la conciencia coincidió con la “primavera alfonsinista”. Su padre, Rodolfo Kamtchowsky, provenía de una familia polaca radicada en Rosario durante la década del ‘30. Era el único varón de la casa; la prematura muerte de su madre lo había llevado a vivir con sus tías. Ya en primero inferior demostró habilidades excepcionales para el pensamiento abstracto; en cuarto grado su maestra de matemática, que había estudiado en la universidad, se refirió con elogios a su inventiva formal. El pequeño Rodolfo fue a contárselo a sus tías, que se asustaron un poco y decidieron que cuando cumpliera trece años lo mandarían a Buenos Aires a estudiar. Rodolfo era un chico alegre, aunque muy tímido; hablaba poco y a veces parecía no registrar lo que le decían. Cuando llegó el momento, Rodolfo se mudó a la casa de otra tía, frente al Parque Lezama. Entró en la escuela técnica Otto Krause y más tarde se recibió de ingeniero en tiempo récord.
Su elección de carrera y su carácter retraído no fomentaban las relaciones con chicas; en la facultad apenas había conocido a dos, y no podía asegurar que reunieran méritos suficientes para adjudicarse la denominación “chicas”; tenían el estilo de retaca amorfa que luego heredaría su hija. Pronto se volvería evidente que el destino y la opción intelectual habían hecho de Rodolfo un elemento forzosamente fiel, monógamo y heterosexual. Era natural que apenas la Providencia le acercara una mujer (una perteneciente al conjunto “Chicas”), Rodolfo se aferraría a ella como ciertos moluscos nadadores viajan por el océano hasta que clavan su apéndice muscular en el sedimento como un hacha, cuya concha o manto tiene la facultad de segregar capas de calcio alrededor de la película mucosa que lo lubrica; al cabo de un tiempo ésta se rompe y el molusco regresa a la deriva, que varía entre el océano y la muerte.