Mi hija mayor constituye
una de las grandes justificaciones de mi existencia. Este año cumplió quince años, fecha de suma
trascendencia gracias a las tradiciones que aún perviven. Suele
conmemorarse con un viaje, con una fiesta o con una cena con ciertos protocolos
especiales. Estas últimas se realizan con la familia y se invita a los amigos más cercanos. Con el tiempo estos recuerdos terminan siendo un bálsamo para la vida y se convierten
en una fortaleza sin igual. He
reflexionado muchas cosas gracias a esta fecha y sobre todo al regalo
invaluable que ha significado mi hija.
Ahora que la juventud accede a toda la información en
cuestión de segundos, que el mundo está a sus pies a un clic por efecto de la
revolución de las tecnologías de la información y el conocimiento, donde lo complejo nos hizo olvidarnos del detalle; cuando tristemente no tenemos casi comunicación con los
que tenemos al lado, pues siempre estamos lejos del lugar donde nos encontramos,
hablando con personas diferentes a las
que comparten con nosotros, quisiera
contarle a mi hija algunos cosas mías cuando tenía su edad, qué la sorprenderán,
pero que para mí son recuerdos gratos.
Muchas cosas en la década del 70 del siglo pasado eran diferentes: Vivíamos sin
aparatos cargados de botones, ni televisores planos, ni controles, con una
simpleza encantadora, sin tanta carga. Hay diferencias emblemáticas. Viví en pleno auge del hipismo, de los Beatles, habían solo dos
canales de televisión, empezábamos una revolución con nuestras actitudes después ser testigos de cambios revolucionarios, los zapatos
tenis se volvieron nuestros preferidos y casi los únicos que usábamos; vestíamos absolutamente descomplicados. Nunca se me olvidarán los eternos y
aciagos domingos frente al televisor con toda mi familia entre chistes flojos, viendo películas
después de atragantarnos con los espaguetis memorables preparados por mi madre, las salidas el sábado a la plaza de mercado, bajo la tutela de mi madre, llevando unos canastos de fique inmensos; las extensas caminatas
por las montañas de mi ciudad natal Bucaramanga con mis amigos, el primer perro
de la casa, al que le pusimos de nombre
mentíritas, fotografías invaluables de
mi familia que hacen parte de mi vida. Las casas eran muy diferentes a las que
conocemos hoy. Grandes, sin ahorros de espacio. Citaré algunas cosas y hechos que nos marcaron. Para nuestros padres el mundo era un caos, nosotros habíamos trasgredido el orden y ellos lo aceptaron con cierto desdén. De hecho muchas cosas eran distintas. En la casa cuando nos llaman al teléfono,
este sonaba con una estridencia inimaginable, como el pito de los grandes
barcos cuando llegan o salen de puerto, aun así, nos matábamos por contestar, corríamos
al primer piso de la casa o donde estuviéremos a buscar el único aparato disponible.
Este era una coca horrible, pesada, negra en la mayoría de las veces, con un
disco en el centro como si ocultara un marciano. Cuando uno contestaba
terminaba convertido de inmediato en un
elefante con una oreja inmensa. Ahora que cada hijo tiene su teléfono móvil, no conocen las batallas por el único teléfono de la casa,
verdaderas guerras campales, había una sola línea y tenía que
compartirse con once personas. Mi
hermano podía durar hablando tres horas, mientras todos los fustigábamos con
sorna. En ocasiones cuando la soledad nos sorprende y nos toma de súbito una
fragilidad infranqueable, estos recuerdos gratos nos sacan del marasmo y nos
llenan de alegría. Todos estos recuerdos se agolpan en mi mente entre todos los
avatares clásicos en la organización de una cena de las manos de la abuela
materna y Ana Isabel su madre. Doña Ana Emilia, toda la vida les ha entregado
su amor con un fervor desmedido, sin pedir nunca nada a cambio, con una energía
sorprendente, para ellos nunca está cansada, ni ocupada, por encima de las vicisitudes
que la vida le ha impuesto implacablemente.
Mi hija es una deportista de tiempo completo. Desde hace seis años practica el nado sincronizado. Su belleza es fresca
e imponente, siempre está acompañada de una sonrisa natural. Es puntual,
responsable y tiene una nobleza excepcional en estos tiempos. Recuerdo que cuando nació, la enfermera me la
pasó de inmediato después del parto de mi esposa sin mayores problemas. Era una
criatura muy pequeña, con unos ojos inmensos, como dos grandes perlas. Cupo
entre mi pecho y mi camisa. El calor de su cuerpo está fijo en mi memoria, su calidez. Este día nunca lo he olvidado. Desde este momento la he visto crecer y
aprender del mundo, sonreír con una carcajada estridente, cuidar a sus
hermanos, hasta haberse convertido en la mejor amiga de su madre, adorar a sus
compañeros y sobre todo planear su futuro con la certeza que, logrará sus
metas gracias al cumplimiento de sus responsabilidades de manera impecable en el día a
día.
Todos los días escucho sobre hechos muy tristes que padece la juventud
por razones que no cabe enumerar. Solo quiero decirle que igualmente la existencia está llena de motivos para vivirla. A pesar de la tragedia que nos rodea es absolutamente bella. Sin ser el mejor padre, puedo expresar sin temor a equivocarme
que cuento con la mejor hija. Quisiera enseñarle, que debe procurar porque nada
en su trasegar le cambie esa sonrisa hermosa que le acompaña siempre, lo demás ya
lo está ganando, ella y yo lo sabemos.