La diplomacia desempeña un papel fundamental en el marco de la geopolítica internacional, siendo una herramienta esencial para la gestión de las relaciones entre Estados y actores no estatales en un escenario global cada vez más complejo y multipolar. En este contexto, analizar el papel de la diplomacia y las consecuencias que surgen cuando sus canales se rompen requiere comprender su función, los mecanismos que la sustentan y las implicaciones de su deterioro. Es un hecho que el actual presidente de los Estados Unidos a roto todos los canales diplomáticos y tiene en vilo al mundo con sus resoluciones ejecutivas, usurpándole al congreso un buen número de funciones constitucionales. Este excelente artículo aparecido en la última revista de "Letras Libres" hace un análisis muy serio de este desastre. CESAR H BUSTAMANTE
por 27 junio 2025
A la memoria de Isabel Turrent
La política exterior de Donald Trump fue presentada, en sus propias palabras, como una extensión natural de su supuesto genio para hacer tratos, ese “arte de la negociación” que lo elevó en el imaginario del éxito empresarial. Sin embargo, su verdadera contribución ha sido la imposición de un orden mundial puramente transaccional que desmantela el multilateralismo y debilita tanto la arquitectura internacional como las propias instituciones democráticas de Estados Unidos. Trump no solo está desmontando el andamiaje global que sostuvo el poder y la legitimidad estadounidense tras la Segunda guerra mundial y la Guerra fría; también está erosionando, desde dentro, los cimientos institucionales que han garantizado la estabilidad democrática de su país. Al sustituir la diplomacia estratégica por el beneficio inmediato y las alianzas por la imposición narcisista, olvida –o desprecia– una verdad histórica elemental: las potencias no solo caen por el asedio de sus enemigos, sino por las grietas que, silenciosas, se abren en las entrañas de sus propios imperios.
Desde su primer día en el poder, Trump se propuso redibujar las relaciones comerciales y estratégicas de Estados Unidos, convencido de que solo rompiendo con el statu quo podría restaurar el poder y la centralidad global de su país. Pero el lema “Make America Great Again” esconde una paradoja evidente: sus decisiones no han fortalecido la posición internacional de Estados Unidos, sino que han acelerado su aislamiento y debilitado su credibilidad. El reciente ataque de Israel contra Irán ilustra esta hipótesis de forma inquietante. Aunque la Casa Blanca estaba informada de los planes, no había dado luz verde definitiva; aun así, Israel decidió actuar, desafiando abiertamente la histórica disciplina estratégica que, durante décadas, había caracterizado la relación bilateral. Analistas como James M. Lindsay, del Consejo de Relaciones Exteriores, advierten que la política exterior de Trump ha vaciado de contenido las alianzas tradicionales, al punto de que los socios actúan por su cuenta, convencidos de que ya no existe una brújula clara en Washington. Ese deterioro es visible: lo que antes requería consenso, ahora se decide unilateralmente. Incluso los aliados más cercanos, conscientes de la erosión del liderazgo estadounidense, tratan con condescendencia al presidente mientras avanzan sin esperar instrucciones, ocupados en la defensa de sus propios intereses.
El conflicto entre Rusia y Ucrania es otro ejemplo del deterioro estratégico provocado por la política exterior de Trump. Durante su mandato, no solo cuestionó abiertamente la utilidad de la OTAN, sino que debilitó deliberadamente los compromisos de defensa colectiva que, durante décadas, habían sostenido la estabilidad en Europa. Sus amenazas retóricas y su ambigüedad estratégica enviaron a Moscú un mensaje peligroso: la cohesión occidental estaba fracturada y la determinación de respuesta, en entredicho. El resultado fue previsible. Con una OTAN debilitada y una Casa Blanca errática, el Kremlin encontró el terreno propicio para probar los límites y redibujar el equilibrio de poder en Europa. La consecuencia no es solo la devastación de Ucrania y el retorno de la inestabilidad continental, sino también el inicio de un proceso de rearme a gran escala, incluido el de Alemania, que durante décadas había evitado asumir un papel militar protagónico. Para colmo, con Estados Unidos y buena parte del mundo distraídos en la crisis entre Israel e Irán, Putin ha redoblado sus esfuerzos en Ucrania, consciente de que, en un escenario global fragmentado y saturado de frentes simultáneos, la capacidad de Occidente para contener sus ambiciones se diluye aún más.
La fractura en el flanco oriental no termina en Ucrania. Los estados bálticos –Estonia, Letonia y Lituania– se han convertido en el siguiente eslabón vulnerable. Aunque un asalto militar directo por parte de Rusia sigue siendo improbable en el corto plazo, la amenaza es real y latente en el largo. Moscú, debilitado pero no disuadido, mantiene intacta su ambición de recuperar lo que considera “territorio histórico ruso”, y la región lo sabe. Los tres países han incrementado su gasto militar, reforzado sus fronteras y comenzado a abandonar tratados como la prohibición de minas terrestres. El riesgo no se limita a un ataque convencional: la mayor amenaza son las operaciones híbridas –provocaciones, sabotajes o incidentes fabricados– que sirvan de pretexto para una intervención, como ya ocurrió en Crimea. Una crisis en la línea ferroviaria que conecta Rusia con Kaliningrado (enclave ruso situado entre Polonia y Lituania y aislado del resto del territorio ruso) bastaría para poner a prueba la coherencia de la OTAN. Y con las alianzas debilitadas y Washington atrapado en su propio laberinto de contradicciones, el margen de disuasión se reduce peligrosamente.
En Asia, el deterioro estratégico impulsado por Trump se manifiesta con igual claridad. Durante décadas, la ambigüedad estratégica de Estados Unidos en torno a Taiwán –suficientemente clara para disuadir a China, pero lo bastante ambigua para evitar una escalada directa– había contenido las tensiones en el estrecho. Trump dinamitó ese equilibrio con gestos improvisados, declaraciones contradictorias y una política exterior marcada por la inconstancia. Aunque reforzó la venta de armamento a Taipéi y promovió iniciativas legislativas como el TAIPEI Act, su retórica errática y su credibilidad deteriorada terminaron debilitando la posición estadounidense en la región. Para Beijing, el vacío estratégico resultante se tradujo en una oportunidad: en los últimos meses, China ha incrementado su presencia militar en el estrecho y elevado su presión diplomática, percibiendo en Washington un liderazgo inconsistente y un entorno internacional fragmentado. Desde Japón hasta Australia, pasando por Corea del Sur y Filipinas, los aliados observan con escepticismo la capacidad real de Estados Unidos para contener una crisis que, lejos de disiparse, se perfila como uno de los principales puntos de fractura del orden global.
Por ahora, el conflicto entre Israel e Irán no desatará la tercera guerra mundial. Ni China ni Rusia parecen dispuestas a intervenir directamente, e Israel, con ataques quirúrgicos tan precisos como calculados, ha logrado –al menos por el momento– contener la expansión del incendio en Medio Oriente. Pero mientras el mundo desvía la mirada hacia esa región, dos frentes mucho más delicados se consolidan en los márgenes estratégicos: Ucrania y Taiwán. Allí, donde confluyen la ambición de las potencias revisionistas y el vacío de liderazgo estadounidense, se está gestando el verdadero punto de ruptura. No será una chispa lo que encienda un conflicto global, sino un deterioro lento, previsible y, sobre todo, autoinfligido: la gradual descomposición de la hegemonía que durante décadas sostuvo el orden internacional.
¿Cuánto puede durar un imperio cuyo prestigio se ha erosionado y en el que sus propios aliados ya no creen? ¿Qué sucede cuando la arquitectura internacional de seguridad que durante décadas contuvo las ambiciones comienza a resquebrajarse? ¿Y qué futuro le espera al orden global cuando la hegemonía que lo sostenía ya no inspira respeto ni certidumbre? Como advirtió la literatura distópica que Orwell encarnó: al final, no se conquista el poder, se hereda el vacío. ~
El autor es fundador de News Sensei, un brief diario con todo lo que necesitas para empezar tu día. Engloba inteligencia geopolítica, trends bursátiles y futurología. ¡Suscríbete gratis aquí!