Powered By Blogger

domingo, julio 27, 2025

VEREDICTO (DANIEL CORONEL-REVISTA CAMBIO)

 La historia la escriben los hombres, la padecen los congéneres, la propia naturaleza, para bien o para mal. Colombia, país de personajes y caudillos tiene como constante grandes confrontaciones, más que ideológicas solo buscan el poder, para usufructuarlo a sus anchas y con mucha tragedia como secuela y por supuesto muertos, desaparecidos y desplazados. Por la importancia del fallo en el juicio contra el expresidente Álvaro Uribe, transcribo esta columna aparecida hoy en la revista cambio. No importa el resultado, el juicio y la sentencia fueron un buen comienzo para levar anclas de cambio y de justicia  CESAR HERNANDO BUSTAMANTE


Lo normal es que otros paguen por los delitos que tienen como único beneficiario a Álvaro Uribe. Mientras tanto, él se presenta como víctima y gana más poder. Sucedió en el episodio conocido como la yidispolítica. Con puestos públicos, notarías y contratos, compraron los votos parlamentarios para aprobar la reforma constitucional que autorizó la reelección inmediata. El único posible favorecido con ese delito era él, pero nada le pasó.


Quienes terminaron yendo a la cárcel fueron otros: Yidis Medina, la congresista que confesó cómo la habían convencido de venderse diciéndole: “hijita, hay que hacer patria”; Teodolindo Avendaño, a quien le pagaron por no votar y terminó aplastado por las evidencias; e Iván Díaz Mateus, quien hizo trato con el gobierno para silenciar a la principal testigo. 


También los ejecutores del soborno. Fue condenado a seis años de prisión el ministro del Interior Sabas Pretelt, un dirigente gremial tan feliz de haber llegado al gabinete que se saltó la ley para ayudarle al jefe. A la misma pena fue sentenciado el ministro de Protección Diego Palacio, un médico que habría podido tener una brillante carrera si Uribe no se le hubiera atravesado en el camino. Y Alberto Velásquez, el secretario general de la Presidencia, sentenciado a cinco años, también por comprar congresistas. 


Otro tanto sucedió en el caso de las chuzadas del extinto Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, del que fueron víctimas los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, los entonces congresistas Piedad Córdoba y Gustavo Petro, y el periodista Daniel Coronell. Por esa razón, han sido condenados el exsecretario general de la Presidencia Bernardo Moreno, la directora del DAS María del Pilar Hurtado —quien me dijo que el propio Uribe la había instruido para burlar la justicia, asilándose—, y seis funcionarios más del organismo de inteligencia. Esta semana fue imputado por estos hechos Andrés Peñate, exdirector del DAS.


Durante el gobierno de Uribe, usaron las herramientas de investigación del Estado para espiar a jueces que estaban investigando la parapolítica, es decir, la relación de los aliados políticos del entonces presidente con paramilitares, a dirigentes de la oposición y a un reportero, porque querían identificar sus fuentes de información. 




Un documento de la Corte Suprema de Justicia, emitido esta semana, establece: “Los informes de inteligencia resultantes fueron compilados en documentos reservados y entregados directamente a la Presidencia de la República, sin autorización judicial, ni amparo en la seguridad nacional”.


Dice el auto con todas las letras que el resultado de los seguimientos ilegales llegaba a la “Presidencia de la República”, pero al máximo jefe de la entidad jamás le pasó nada.

Lo mismo ocurrió con el escándalo de “La Casa de Nari”. Una sentencia definitiva a 63 meses de prisión fue recientemente expedida contra el secretario de prensa de la Presidencia, César Mauricio Velásquez, quien sigue prófugo, y contra el secretario jurídico Edmundo del Castillo, quien cumple su condena cobijado con el beneficio de la detención domiciliaria. Otros involucrados en los mismos hechos como José Obdulio Gaviria y Jorge Mario Eastman, siguen tan campantes que esta semana han salido a presionar la absolución del jefe, a quien el episodio –como es costumbre– le salió completamente gratis.

Un capítulo más es el de la carta falsa de Tasmania, fabricada para desacreditar al principal investigador de la parapolítica Iván Velásquez, participaron los presos Iván Roberto Duque y Juan Carlos ‘el Tuso’ Sierra. Este último, ahora testigo a favor de Uribe, declaró bajo juramento: “Quiero contar la novela de la carta, cómo llegó, que salió el presidente a decir que por medio de un abogado, que yo no sé qué, que me la entregaron ¡Miente! La carta la mandé yo, por medio de Sergio González Mejía”.



El Tuso, quien reitero, ahora oficia de testigo a favor del expresidente,  identificó también a quien daba las instrucciones para ese montaje: “El presidente manda la siguiente razón. A mí no me puede llegar una carta así, al sol de los tamarindos. Por una vía así tan folclórica. Esta carta la tienen que radicar en Presidencia. Entonces hay otra carta copia, que es la que se radica en Presidencia”.



También reveló los participantes en el plan de desprestigio: “entonces ahí aparecen José Obdulio Gaviria, Santiago Uribe Vélez, Edmundo del Castillo, Bernardo Moreno, Mario Uribe y el presidente Álvaro Uribe. María del Pilar Hurtado, Martha Inés Leal. Ellos hacen una carta, la famosa carta que lee el presidente”. 


El único condenado por estos hechos fue el abogado Sergio González, que era el Diego Cadena de ese momento. A él le tocó pasar un tiempo en la cárcel, a Uribe no le costó nada.

Ahora —a través de una feroz presión de opinadores, influencers, medios uribistas y partidarios del expresidente— buscan que la juez Sandra Liliana Heredia ratifique lo que ha venido pasando a lo largo de los últimos años. La elogian, la apremian, la aconsejan: ¿para qué condenarlo si en todo caso no va ir a la cárcel? La amenazan veladamente con perseguirla, con desacreditarla, con el juicio de la historia, con la inteligencia artificial, con quitarle la visa a Estados Unidos. Le advierten sobre el terrible apocalipsis que se cierne sobre Colombia si ella se atreve a tocarlo, si toma el riesgo de ver lo que ellos quieren tapar. Y la estimulan, en cambio, para que valide la cómoda teoría que promueven.

De acuerdo con la versión de los áulicos del señor expresidente, un curioso bestiario se juntó espontáneamente para voltear testigos y ponerlos a favor de Uribe, sin que él tuviera participación alguna. 

De esa conspiración para favorecerlo, hicieron parte un abogaducho —más bien un fixer carcelario—, que mezcla en proporciones similares estupidez y maldad; el elegante secuestrador del suegro del expresidente Andrés Pastrana, un pelafustán del bajo mundo de Neiva que se declara “aférrimo” uribista, el vergonzoso presidente del Consejo Nacional Electoral, el buen Tuso, tres hampones de la órbita del jefe de la Oficina de Envigado, una abogada que llama al capo “mi Cesarín” y una fiscal condenada por recibirle millonarios sobornos al mellizo Mejía Múnera. Esa muy honesta y desinteresada comparsa quería ayudarlo, por supuesto, sin que él se enterara de nada, ocupadito como vive en hacer el bien.

Para ellos, esta larga impunidad no es el resultado del poder omnímodo que ha ostentado Álvaro Uribe en el último cuarto de siglo, sino un derecho natural que solo él tiene y que todos los ciudadanos tenemos que acatar.



miércoles, julio 02, 2025

TRUMP Y LA DIPLOMACIA DEL DESASTRE

La diplomacia desempeña un papel fundamental en el marco de la geopolítica internacional, siendo una herramienta esencial para la gestión de las relaciones entre Estados y actores no estatales en un escenario global cada vez más complejo y multipolar. En este contexto, analizar el papel de la diplomacia y las consecuencias que surgen cuando sus canales se rompen requiere comprender su función, los mecanismos que la sustentan y las implicaciones de su deterioro. Es un hecho que el actual presidente de los Estados Unidos a roto todos los canales diplomáticos y tiene en vilo al mundo con sus resoluciones ejecutivas, usurpándole al congreso un buen número de funciones constitucionales. Este excelente artículo aparecido en la última revista de "Letras Libres" hace un análisis muy serio de este desastre. CESAR H BUSTAMANTE 


 por Eduardo Turrent Mena 27 junio 2025


A la memoria de Isabel Turrent


La política exterior de Donald Trump fue presentada, en sus propias palabras, como una extensión natural de su supuesto genio para hacer tratos, ese “arte de la negociación” que lo elevó en el imaginario del éxito empresarial. Sin embargo, su verdadera contribución ha sido la imposición de un orden mundial puramente transaccional que desmantela el multilateralismo y debilita tanto la arquitectura internacional como las propias instituciones democráticas de Estados Unidos. Trump no solo está desmontando el andamiaje global que sostuvo el poder y la legitimidad estadounidense tras la Segunda guerra mundial y la Guerra fría; también está erosionando, desde dentro, los cimientos institucionales que han garantizado la estabilidad democrática de su país. Al sustituir la diplomacia estratégica por el beneficio inmediato y las alianzas por la imposición narcisista, olvida –o desprecia– una verdad histórica elemental: las potencias no solo caen por el asedio de sus enemigos, sino por las grietas que, silenciosas, se abren en las entrañas de sus propios imperios.


Desde su primer día en el poder, Trump se propuso redibujar las relaciones comerciales y estratégicas de Estados Unidos, convencido de que solo rompiendo con el statu quo podría restaurar el poder y la centralidad global de su país. Pero el lema “Make America Great Again” esconde una paradoja evidente: sus decisiones no han fortalecido la posición internacional de Estados Unidos, sino que han acelerado su aislamiento y debilitado su credibilidad. El reciente ataque de Israel contra Irán ilustra esta hipótesis de forma inquietante. Aunque la Casa Blanca estaba informada de los planes, no había dado luz verde definitiva; aun así, Israel decidió actuar, desafiando abiertamente la histórica disciplina estratégica que, durante décadas, había caracterizado la relación bilateral. Analistas como James M. Lindsay, del Consejo de Relaciones Exteriores, advierten que la política exterior de Trump ha vaciado de contenido las alianzas tradicionales, al punto de que los socios actúan por su cuenta, convencidos de que ya no existe una brújula clara en Washington. Ese deterioro es visible: lo que antes requería consenso, ahora se decide unilateralmente. Incluso los aliados más cercanos, conscientes de la erosión del liderazgo estadounidense, tratan con condescendencia al presidente mientras avanzan sin esperar instrucciones, ocupados en la defensa de sus propios intereses.


El conflicto entre Rusia y Ucrania es otro ejemplo del deterioro estratégico provocado por la política exterior de Trump. Durante su mandato, no solo cuestionó abiertamente la utilidad de la OTAN, sino que debilitó deliberadamente los compromisos de defensa colectiva que, durante décadas, habían sostenido la estabilidad en Europa. Sus amenazas retóricas y su ambigüedad estratégica enviaron a Moscú un mensaje peligroso: la cohesión occidental estaba fracturada y la determinación de respuesta, en entredicho. El resultado fue previsible. Con una OTAN debilitada y una Casa Blanca errática, el Kremlin encontró el terreno propicio para probar los límites y redibujar el equilibrio de poder en Europa. La consecuencia no es solo la devastación de Ucrania y el retorno de la inestabilidad continental, sino también el inicio de un proceso de rearme a gran escala, incluido el de Alemania, que durante décadas había evitado asumir un papel militar protagónico. Para colmo, con Estados Unidos y buena parte del mundo distraídos en la crisis entre Israel e Irán, Putin ha redoblado sus esfuerzos en Ucrania, consciente de que, en un escenario global fragmentado y saturado de frentes simultáneos, la capacidad de Occidente para contener sus ambiciones se diluye aún más.


La fractura en el flanco oriental no termina en Ucrania. Los estados bálticos –Estonia, Letonia y Lituania– se han convertido en el siguiente eslabón vulnerable. Aunque un asalto militar directo por parte de Rusia sigue siendo improbable en el corto plazo, la amenaza es real y latente en el largo. Moscú, debilitado pero no disuadido, mantiene intacta su ambición de recuperar lo que considera “territorio histórico ruso”, y la región lo sabe. Los tres países han incrementado su gasto militar, reforzado sus fronteras y comenzado a abandonar tratados como la prohibición de minas terrestres. El riesgo no se limita a un ataque convencional: la mayor amenaza son las operaciones híbridas –provocaciones, sabotajes o incidentes fabricados– que sirvan de pretexto para una intervención, como ya ocurrió en Crimea. Una crisis en la línea ferroviaria que conecta Rusia con Kaliningrado (enclave ruso situado entre Polonia y Lituania y aislado del resto del territorio ruso) bastaría para poner a prueba la coherencia de la OTAN. Y con las alianzas debilitadas y Washington atrapado en su propio laberinto de contradicciones, el margen de disuasión se reduce peligrosamente.



En Asia, el deterioro estratégico impulsado por Trump se manifiesta con igual claridad. Durante décadas, la ambigüedad estratégica de Estados Unidos en torno a Taiwán –suficientemente clara para disuadir a China, pero lo bastante ambigua para evitar una escalada directa– había contenido las tensiones en el estrecho. Trump dinamitó ese equilibrio con gestos improvisados, declaraciones contradictorias y una política exterior marcada por la inconstancia. Aunque reforzó la venta de armamento a Taipéi y promovió iniciativas legislativas como el TAIPEI Act, su retórica errática y su credibilidad deteriorada terminaron debilitando la posición estadounidense en la región. Para Beijing, el vacío estratégico resultante se tradujo en una oportunidad: en los últimos meses, China ha incrementado su presencia militar en el estrecho y elevado su presión diplomática, percibiendo en Washington un liderazgo inconsistente y un entorno internacional fragmentado. Desde Japón hasta Australia, pasando por Corea del Sur y Filipinas, los aliados observan con escepticismo la capacidad real de Estados Unidos para contener una crisis que, lejos de disiparse, se perfila como uno de los principales puntos de fractura del orden global.


Por ahora, el conflicto entre Israel e Irán no desatará la tercera guerra mundial. Ni China ni Rusia parecen dispuestas a intervenir directamente, e Israel, con ataques quirúrgicos tan precisos como calculados, ha logrado –al menos por el momento– contener la expansión del incendio en Medio Oriente. Pero mientras el mundo desvía la mirada hacia esa región, dos frentes mucho más delicados se consolidan en los márgenes estratégicos: Ucrania y Taiwán. Allí, donde confluyen la ambición de las potencias revisionistas y el vacío de liderazgo estadounidense, se está gestando el verdadero punto de ruptura. No será una chispa lo que encienda un conflicto global, sino un deterioro lento, previsible y, sobre todo, autoinfligido: la gradual descomposición de la hegemonía que durante décadas sostuvo el orden internacional.


¿Cuánto puede durar un imperio cuyo prestigio se ha erosionado y en el que sus propios aliados ya no creen? ¿Qué sucede cuando la arquitectura internacional de seguridad que durante décadas contuvo las ambiciones comienza a resquebrajarse? ¿Y qué futuro le espera al orden global cuando la hegemonía que lo sostenía ya no inspira respeto ni certidumbre? Como advirtió la literatura distópica que Orwell encarnó: al final, no se conquista el poder, se hereda el vacío. ~


El autor es fundador de News Sensei, un brief diario con todo lo que necesitas para empezar tu día. Engloba inteligencia geopolítica, trends bursátiles y futurología. ¡Suscríbete gratis aquí!