Los amigos de la juventud
nunca se olvidan y son parte de esa memoria que constituye un bálsamo que nos
ayuda a soportar el duro trasegar por la vida. Mi afición por las lecturas
autobiográficas y las memorias me permite aseverar que son muy pocas las
páginas dedicadas a esta edad tan importante en la vida. En Colombia los
protagonistas de la historia que han dejado textos al respecto, muy
poco hablan del periodo juvenil, que resulta vital. Hago la cita, porque, ahora
que estoy trabajando en una especie de auto-biografía literaria, empecé a
escrutar por los momentos más importantes de mi juventud y me quedé asombrado
como algunos son diáfanos y otros que suponía que no olvidaría están en una
penumbra incomprensible.
Crecí en la ciudad de
Bucaramanga. Esta es una ciudad Colombiana excepcional por donde se le mire. Es
absolutamente diferente a todas las capitales de provincia, con disciplinas muy
marcadas, ordenada, siempre con los servicios públicos con una cobertura total
y sin problemas, constituye un orgullo para sus moradores. Sus calles siempre
estaban impecables, limpias y la gente vivía comprometida con su entorno y
cumplía a cabalidad con sus responsabilidades ciudadanas. Mi barrio se llamaba
Terrazas. Estaba construido en una loma llamada Pan De Azúcar desde donde
veíamos toda la ciudad. Lo atravesaban unas escaleras centrales muy
anchas, con dos cuerpos laterales en medio de jardines bien cuidados, con
cuadras muy largas, exactamente ocho y casas simétricas, en la mayoría iguales,
en este lugar crecí y se fue desgranando mi juventud.
El fútbol para nosotros era
una verdadera pasión. En el barrio había dos canchas y solíamos jugar todos los
sábados, en ocasiones hasta dos partidos. Había excelentes jugadores, otros no
tan buenos, y algunos muy regulares y
por supuestos uno que otro paquete.
Fueron muchos los amigos que
se quedaron en mi memoria por esta época. Algunos hechos marcaron mi vida. Por
razones que no cabe traer a colación, comenzamos a jugar en otros barrios y
mostrar nuestras dotes con amigos nuevos. Uno de los barrios más cercanos y con
mucha tradición futbolera se llamaba "La Victoria". Tenía una de las
mejores canchas de la ciudad y en ella se jugaba el campeonato de primera. Comencé a jugar todos los sábados en las mañanas en la victoria
de manera constante. Para mí, este fue un hecho que me marco por razones
diversas. Me encontré con un tipo de personas a las que no había tenido acceso.
Eran universitarios, muchachos que habían salido de colegios técnicos, formados
con una conciencia social muy diferente a la nuestra, que era socialmente
irresponsable. Mi cuñado, Rubén, fue quien nos llevó a su barrio, en este
creció y vivió sus años juveniles. Los partidos parecían finales, se
jugaban a muerte, a estos partidos le decíamos banquitas, porque se
utilizaban unas porterías muy pequeñas. En estas travesías deportivas, conocí a
CARLOS NIÑO, un amigo con características muy especiales, puedo decir que
siempre fue el mismo, aun después de muchos años. Recuerdo la primera impresión
como si la hubiese vivido ayer, lo que es una excepción en estos tiempos tan
camaleónicos. Quien era Carlos. Un joven estudiante de Ingienería industrial de
la universidad industrial de Santander, tenía y debo pensar que aun la
conserva, una personalidad por fuera del común. Tengo grabadas en mi
mente su forma tan peculiar de caminar, su lentitud desesperante, su
mirada de niño viejo, de genio y como asumía las cosas de la vida pese a su
juventud. Siendo tan joven, no se parecía en nada a nosotros
que teníamos un espíritu desparpajado y una constante mamadera de
gallo en los labios. Guardaba mucho silencio antes de responder alguna
pregunta, tiene una especie de pensamiento matemático, que hacía que sus
respuestas fueran certeras, sin la demagogia acostumbrada en nuestro país y con
un realismo implacable. Nunca problematizaba, resolvía, razonaba, con soluciones muy lógicas, parecía un arzobispo, muy paternal,
pero igualmente frió y en ocasiones distante, producto de un
pragmatismo radical. En el fondo, no era más que un buena gente, para expresarlo con claridad. Su naturaleza lo hacía ser muy disciplinado, criado por la mano fuerte de su madre y en
compañía de su hermana, que fue la luz de su casa. De Carlos siempre me ha
sorprendido el rigor. No quiero decir que fuese acartonado, serio en
apariencia, hasta que se le conocía bien. Su naturaleza tan diferente a lo que
conocía hasta la fecha me sorprendió de buena manera. Cuando lo conocí
bien, compartí muchas cosas que dan como para un libro. Después de los
partidos, solíamos ir a una tienda en toda la esquina del barrio, la de los
monos, muchachos del mismo corte, en este lugar tomábamos gaseosa con pan,
procedíamos no solo a comentar el partido que acabábamos de jugar, sino echar
los últimos chistes y por su puesto actualizarnos en los chismes de interés. En estas conversaciones me
sorprendió que pese a ser tan joven, asumía
los temas y las responsabilidades de manera muy diferente, no porque nosotros
no lo hiciéramos, sino por el nivel de compromiso que le imponía
a sus comentarios. Así ha sido siempre. Por las azarosas sorpresas del destino,
terminó casado con una prima. Hoy tienen una familia bella, asumo que es feliz
y supe que su trabajo en Bogotá poco tiempo le deja para las cosas que
verdaderamente le interesan. Estos recuerdos me producen una nostalgia y
una tristeza muy honda. El solo hecho de ratificar que hubo tiempos mejores me
deja silencios cargados de meditación, constituyen una especie de saudade que
me obliga por minutos a recordarlos. Carlos, ese muchacho, que me enseñó que la
vida debe siempre asumirse con el rigor que amerita, es un recuerdo grato en mi
memoria, algún día volveré a verlo para compartir estas vivencias
hasta hoy inéditas.
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