Viajar es uno de los
placeres más bellos de la vida. Salir a sitios diferentes de donde vivimos,
emprender la partida, conocer otros mundos, resulta ser una experiencia sin
igual, llena de sorpresas, cargada de conocimiento y siempre enriquecedora.
Cuando salimos de nuestro
entorno, sufrimos de ansiedad, miedo y expectación. Mi padre solía decir que
sólo viajando se conoce un pueblo o un país. Solemos tener imágenes
de algunas ciudades, por su popularidad, por el simbolismo que guardan, por el
peso histórico que tienen, pero realmente sólo cuando llegamos a ella, la percibimos en su totalidad. Recuerdo cuando llegue a París. Esta
ha sido la ciudad de mis sueños. Ahí estaba la ciudad de Víctor Hugo, de la
revolución Francesa, de los grandes pensadores, de Cortázar y por lo tanto de “Rayuela”,
el lugar escogido por los grandes escritores. Cuando llegue a ella, muy a pesar
de confirmar muchas de mis anticipaciones, la sensación fue inenarrable, la exaltación
que tuve recorriendo sus calles, sus museos, reviviéndola desde mi sueños y el cumulo de mis pasiones, resultó ser una de las experiencias vitales de mi
existencia.
Viajar contempla rutinas muy
puntuales. Desde la salida del aeropuerto, que ha implicado planificar, hacer
maletas, escuchar consejos impracticables, armar itinerarios, hasta los actos
tensos propios de la rutina obligatoria del viajero: Enfrentarse a las aerolíneas,
sufrir por si las maletas no pasaron el kilaje permitido, pasar por emigración,
esperar los llamados al abordaje y encontrarse con personas y experiencias
novedosas, por lo tanto especiales, pues cuando se viaje se sale a una especie
de mundo de aventuras, uno se abre ante las circunstancias y las personas en
medio de muchas prevenciones típicas del mundo caótico e inseguro que nos ha
tocado asumir. Cuando se viaja por primera vez, la experiencia es más bella.
Para uno cada acto, experiencia y espacio es absolutamente novedoso.
Hay una experiencia hermosa
para el primer viaje al extranjero. Cuando el avión despega y sentimos que
estamos realmente cumpliendo nuestro sueño, sentimos una satisfacción muy difícil
de describir, como de no me lo puedo creer, de orgullo, de cierta grandeza.
Cuando se llega al destino,
la vida es otra. Cada hecho y experiencia es enriquecedora, alimenta todos los
sentidos, llega al alma y le da a la vida una sensación de espacio y tiempo
nunca sentida.
He viajado a muchas partes
del mundo. Acompañado de amigos, en familia y muchas veces solo. De turismo, de
negocios y algunas veces por circunstancias muy especiales.
He repetido destinos:
Buenos Aires, varias veces, Madrid y últimamente Ciudad de Panamá. Cada visita
va fomentando afinidades con el lugar. En ciudad de Panamá por ejemplo existe
una especie de complicidad absoluta. Los últimos viajes los he hecho junto con
un amigo: Jorge Herrera. Han sido tres viajes y realmente a pesar de nuestro
itinerario concreto y con muchas cargas, ha sido una experiencia totalmente
enriquecedora y literalmente diferente a todos mis viajes. Jorge es un ingeniero
practico al extremo, focalizado, organiza los viajes de la A a la Z, arma totalmente
el itinerario, lo planifica y lo cumple, nada está al azar. Yo en cambio, voy llevando los viajes sin los
rigores de un cronograma, más bien relajado, con mucha frescura. Estas dos
diferencias, hacen que el viaje sea divertido, pues las asimetrías producto de
nuestras diferencias han generado muchas anécdotas como para alquilar balcón.
Cuando uno sale de la casa
para un viaje, siempre tiene una sensación muy extraña, como de culpa, de ausencia.
Los hoteles, con todo su esplendor, cuando se viaja en plan de negocios o
solitario no seducen en su totalidad, a uno le parece que nunca estará bien sin
su familia, hay un deseo de retornar intenso, casi que uno vive la experiencia
en función del regreso. He querido escribir sobre los viajes, pues en un mundo
donde las distancias ya no existen, la experiencia del viajero, sigue siendo la
misma de Ulises, llena de sorpresas, una caja de pandora y un universo de
acontecimientos enriquecedores.
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