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domingo, mayo 08, 2016

INSTANTES

A eso de las 10.45 del 17 de noviembre del 2015 murió mi esposa.  Desde hacía dos días había dejado de luchar y estaba a la espera paciente y  resignada del momento fatal, tal vez muchas de las angustias que le agobiaban estaban disipadas y otras de antemano sabía que no se resolverían, hacían parte de las incertidumbres latentes y sin resolución,  su angustia la constituía el futuro de sus tres hijos, el amor de su vida, en medio de un cáncer que le producía unos dolores intensos, que iban ganándole poco a poco ésta guerra desigual.
El cuarto nuestro se había vuelto el mundo, pasábamos los días en ese espacio combatiendo la enfermedad y concretamente el dolor que  disminuye todos los días a la persona, actúa sin tregua, dándole las medicinas, atendiendo los protocolos impuestos por un sistema de salud lento, burocrático, absurdo en la mayoría de las ocasiones.
Hubo algo impresionante en este lapso, tres meses largos, se supone que uno escruta la vida desde ámbitos que están por fuera de todas las cosas banales que nos rodean en la vida, cuando estamos cerca de la muerte, el sentido de trascendencia aflora. Ana Isabel  decidió guardar silencio, sus  grandes ojos negros se convirtieron en el único vehículo de sus apreciaciones e indignaciones, de sus desacuerdos que fueron muchos, era una mujer de certezas, al  poco tiempo de empezar a sentir los dolores me dijo sin sobresaltos-me voy a morir, esto es un cáncer-, muchas veces le insistí que teníamos que luchar y parecía decirme con sus actos que nada había que hacer, me sorprendió esta actitud y deduje que su lucha había sido solitaria, mantuvo en secreto todas las dudas al respecto, pensaba por qué nunca habíamos ido al médico, sus dolores recurrentes los asimilaba a los problemas del Colon que la afectaron toda la vida, 46 años son pocos para pensar en la muerte que nunca deja de acechar.  Solo me hablaba en las noches con recomendaciones precisas, como la bitácora que debería iluminarnos, consejos de madre, prácticos, puntuales, llenas de consenso, sabios.
Ana fue una mujer hermosa, con una memoria de dinosaurio cortante cuando se trataba de contradecir imposturas, noble y con ideal de vida sencillo, sin cargas, plagado de sentencias en apariencia  fáciles de llevar, pero  difíciles  de cumplir en esta vida llena de venalidades, nunca le importó la opinión de los demás, aunque siempre tenía un sentido de la dignidad sin arrogancias. Así fue hasta el final, sentada en una poltrona negra, regalo de la familia, seguía imponiendo el orden en la casa con preguntas simples sobre sus hijos y algunos detalles puntuales que no dejaba pasar.
Comenzó a perder todas las capacidades en muy corto tiempo, para caminar, para acostarse o simplemente para recostarse en la cama, su cuerpo quedó disminuido a nada, sus ojos se mantenían vivos como imponiéndose a estas circunstancias inexorables, la vida se fue diluyendo y percibía que ya muy pocas cosas tienen sentido, llegó un momento en que decide no luchar, lo voy comprobando por su actitud, cede ante la batalla, ante el implacable dolor, como sí de pronto aceptara que parte, que no hay nada que hacer, va dejándonos, nada le importa, las dosis de morfina parecen ser lo único que espera cada cuatro horas y esta al final no hacen el efecto esperado, el combate es inútil, como todos los de la vida.
Los médicos se equivocaron totalmente, el sistema nunca funcionó para ella y en el fondo hay un gran resentimiento, contra el estado, con la hipocresía de una burocracia que se acostumbró a ver morir a la gente con una indolencia inexplicable.
En los últimos ocho días Ana no volvió a expresarse, solo cuando veía a sus hijos preguntaba cómo les había ido y asentía con una alegría contenida o musitaba un te felicito para volver a su estado. De pronto en la casa se empezó a vivir un sentimiento de pena general, de impotencia, de interrogantes, de no saber qué hacer, nadie puede saber cómo son estos momentos hasta que no lo vive en carne propia.
El último día del deceso fue un medico muy temprano a la casa y de manera absurda, casi sin signos vitales, le mandó  exámenes de laboratorio como si no fuera consciente de su estado, ni siquiera la toco, como todos los diagnósticos de ahora, respondía a esa manía de salir del paso, de crear expectativas para llenar un protocolo simplemente que los libere de la paciente y de la urgencia….se fue como si nada, sin imaginarse que moriría dos horas después, ahora no deja de asombrarnos por esta actitud y por las rutinas que impone un sistema donde la salud y el paciente son la última preocupación real, todo es mentira.
Ana se fue quedando sin signos vitales, fría, de un helaje sin precedentes, con una mirada alejada totalmente de la realidad, más allá de su propia existencia, se nos estaba muriendo, estábamos por pura coincidencia con la doctora que nos entregaba la morfina diaria, Zuli, una niña que nos había acompañado en los últimos seis años. Su Mami, quien la acompañó siempre y a cada momento, se había ido corriendo por unos medicamentos. De súbito, Aní expiro, se nos fue, el vacío lleno todos los espacios, recordé el poema de Borges, sólo la vida existe……ya no estaba, ahora empezaba la mente a llenarse de recuerdos, a intentar suplir su ausencia. La doctora, le tomo los signos y me dijo: Se ha ido, que descanse en paz.
Hoy es día de la madre, seis meses después, ella fue una mama a carta cabal, el mejor testimonio son tres hijos correctos, decentes, con objetivos claros y conectados con sus principios, atentos a su espíritu y enseñanzas, queremos recordarla con alegría y convencidos que en el ciclo que sea, se nos adelantó, partió primero como lo haremos nosotros. Imposible ser felices sin ella, pero nunca nos perdonaría que no entendiéramos que esta es la vida.