A eso de las 10.45 del 17
de noviembre del 2015 murió mi esposa.
Desde hacía dos días había dejado de luchar y estaba a la espera
paciente y resignada del momento fatal,
tal vez muchas de las angustias que le agobiaban estaban disipadas y otras de
antemano sabía que no se resolverían, hacían parte de las incertidumbres latentes y sin resolución, su angustia la constituía el futuro de sus tres
hijos, el amor de su vida, en medio de un cáncer que le producía unos dolores
intensos, que iban ganándole poco a poco ésta guerra desigual.
El cuarto nuestro se había
vuelto el mundo, pasábamos
los días en ese espacio combatiendo la enfermedad y concretamente el dolor que disminuye todos los días a la persona, actúa
sin tregua, dándole las
medicinas, atendiendo los protocolos impuestos por un sistema de salud lento, burocrático,
absurdo en la mayoría de las ocasiones.
Hubo algo impresionante en
este lapso, tres meses largos, se supone que uno escruta la vida desde ámbitos que
están por fuera de todas las cosas banales que nos rodean en la vida, cuando
estamos cerca de la muerte, el sentido de trascendencia aflora. Ana Isabel decidió guardar silencio, sus grandes ojos negros se convirtieron en el único
vehículo de sus apreciaciones e indignaciones, de sus desacuerdos que fueron
muchos, era una mujer de certezas, al poco tiempo de empezar a sentir los dolores me
dijo sin sobresaltos-me voy a morir, esto es un cáncer-, muchas veces le insistí
que teníamos que luchar y parecía decirme con sus actos que nada había que
hacer, me sorprendió esta actitud y deduje que su lucha había sido solitaria, mantuvo
en secreto todas las dudas al respecto, pensaba por qué nunca habíamos ido al
médico, sus dolores recurrentes los asimilaba a los problemas del Colon que la
afectaron toda la vida, 46 años son pocos para pensar en la muerte que nunca
deja de acechar. Solo me hablaba en las noches con
recomendaciones precisas, como la bitácora que debería iluminarnos, consejos de
madre, prácticos, puntuales, llenas de consenso, sabios.
Ana fue una mujer hermosa, con
una memoria de dinosaurio cortante cuando se trataba de contradecir imposturas,
noble y con ideal de vida sencillo, sin cargas, plagado de sentencias en apariencia
fáciles de llevar, pero difíciles de cumplir en esta vida llena de venalidades, nunca
le importó la opinión de los demás, aunque siempre tenía un sentido de la
dignidad sin arrogancias. Así fue hasta el final, sentada en una poltrona
negra, regalo de la familia, seguía imponiendo el orden en la casa con
preguntas simples sobre sus hijos y algunos detalles puntuales que no dejaba
pasar.
Comenzó a perder todas las
capacidades en muy corto tiempo, para caminar, para acostarse o simplemente
para recostarse en la cama, su cuerpo quedó disminuido a nada, sus ojos se
mantenían vivos como imponiéndose a estas circunstancias inexorables, la vida
se fue diluyendo y percibía que ya muy pocas cosas tienen sentido, llegó un
momento en que decide no luchar, lo voy comprobando por su actitud, cede ante
la batalla, ante el implacable dolor, como sí de pronto aceptara que parte, que
no hay nada que hacer, va dejándonos, nada le importa, las dosis de morfina
parecen ser lo único que espera cada cuatro horas y esta al final no hacen el
efecto esperado, el combate es inútil, como todos los de la vida.
Los médicos se equivocaron
totalmente, el sistema nunca funcionó para ella y en el fondo hay un gran
resentimiento, contra el estado, con la hipocresía de una burocracia que se acostumbró
a ver morir a la gente con una indolencia inexplicable.
En los últimos ocho días
Ana no volvió a expresarse, solo cuando veía a sus hijos preguntaba cómo les
había ido y asentía con una alegría contenida o musitaba un te felicito para
volver a su estado. De pronto en la casa se empezó a vivir un sentimiento de
pena general, de impotencia, de interrogantes, de no saber qué hacer, nadie
puede saber cómo son estos momentos hasta que no lo vive en carne propia.
El último día del deceso
fue un medico muy temprano a la casa y de manera absurda, casi sin signos
vitales, le mandó exámenes de
laboratorio como si no fuera consciente de su estado, ni siquiera la toco, como
todos los diagnósticos de ahora, respondía a esa manía de salir del paso, de crear
expectativas para llenar un protocolo simplemente que los libere de la paciente
y de la urgencia….se fue como si nada, sin imaginarse que moriría dos horas
después, ahora no deja de asombrarnos por esta actitud y por las rutinas que
impone un sistema donde la salud y el paciente son la última preocupación real,
todo es mentira.
Ana se fue quedando sin
signos vitales, fría, de un helaje sin precedentes, con una mirada alejada
totalmente de la realidad, más allá de su propia existencia, se nos estaba
muriendo, estábamos por pura coincidencia con la doctora que nos entregaba la
morfina diaria, Zuli, una niña que nos había acompañado en los últimos seis
años. Su Mami, quien la acompañó siempre y a cada momento, se había ido
corriendo por unos medicamentos. De súbito, Aní expiro, se nos fue, el vacío
lleno todos los espacios, recordé el poema de Borges, sólo la vida existe……ya
no estaba, ahora empezaba la mente a llenarse de recuerdos, a intentar suplir
su ausencia. La doctora, le tomo los signos y me dijo: Se ha ido, que descanse
en paz.
Hoy es día de la madre, seis
meses después, ella fue una mama a carta cabal, el mejor testimonio son tres
hijos correctos, decentes, con objetivos claros y conectados con sus
principios, atentos a su espíritu y enseñanzas, queremos recordarla con alegría
y convencidos que en el ciclo que sea, se nos adelantó, partió primero como lo
haremos nosotros. Imposible ser felices sin ella, pero nunca nos perdonaría que
no entendiéramos que esta es la vida.