JAIME
ALBERTO VELEZ
Hay escritores que debemos
hacer perdurar, sus textos son de una calidad y factura optima, el olvido arremete injustamente contra una divulgación que se hace necesaria en estos tiempos de tantos vacios en materia intelectual. Jaime
Fue escritor y profesor de la Universidad de Antioquia. Escribió en la revista “El
Malpensante” de Colombia la
columna Satura durante casi cuatro años. Esta labor es apenas un pequeña parte de
sus extensas contribuciones con la literatura y el pensamiento creativo en
general.
Alguna vez colabore para
una tesis sobre este excelso escritor Antioqueño. Su gran búsqueda: Escribir
una novela, que a la vez fuera poesía y ensayo. Escribió Pablo Montoya, sobre
su ejercicio, otro representante digno de la letras colombianas: “Su escritura
depurada, la certeza de que hacer literatura no puede reducirse a los
frecuentes actos del exhibicionismo periodístico, y la práctica de un
escepticismo lúcido, son suficientes motivos para celebrarlo”. Este profesor,
adoraba el mini cuento por sus Atributos y por la simplicidad en un siglo donde
nunca hay tiempo para nada. Disfrute sin aspavientos “Piezas para la Mano
izquierda “, nunca fue un hombre de gran prensa pero contaba con su propio
público quien lo leía religiosamente, sobre todo en sus columnas.
Su poesía es otro cuento.
Jaime fue un relojero de la escritura, un amante de la gramática y un estudioso
de la musicalidad del idioma. Lo hacía con una pasión desmedida. Su última
novela La baraja de Francisco Sañudo, es una búsqueda a integrar en un sólo texto todos los géneros literarios.
Pablo expresa: “plantea la posibilidad de convertir un texto literario en un
manual de predicciones”.
Quiero rendirle un homenaje
publicando algunas de sus excelentes columnas:
CONTRA
LA DIFICULTAD
Mientras algunos la elogian,
otros ven en la fascinación por la dificultad una indeseable transmigración de
las pulsiones religiosas.
Una larga y arraigada
tradición religiosa estima que el premio eterno sólo se alcanza mediante
ingentes sacrificios personales. La idea del paraíso, por esta razón, brota de
una humilde imaginación que habla de escollos y de esforzados merecimientos. La
aflicción representa la garantía para un gozo postergado hasta la otra vida, de
suerte que el disfrute de alguna recompensa anticipada se considera inmerecido
y se entiende como el anuncio cierto de una próxima desgracia.
La afirmación según la cual el camino del cielo se encuentra erizado de espinas
representa una enseñanza repetida con énfasis en los cursos de inducción a la
doctrina religiosa. Las vidas de los santos más representativos, utilizadas
como modelos dignos de imitación, resaltan precisamente las penalidades
necesarias para obtener el galardón de la vida eterna. De ahí que el martirio,
la virginidad, el ayuno, el cilicio, la oración, la obediencia, es decir, todos
los sufrimientos y privaciones posibles se tomen como los únicos medios para
alcanzar el paraíso, y configuren también el ideal que los fieles deben
perseguir en su modo de actuar y de desear. Para esta concepción religiosa, el
deseo y el dolor resultan inseparables uno del otro, de modo que se anhelan
pruebas y padecimientos, antes que triunfos terrenales. Esta religiosidad,
marcada por la huella indeleble del estoicismo, afirmará que una vida plena de
inconvenientes evidencia una inobjetable y deseada elección divina. Lucio Anneo
Séneca, en el tratado De la divina providencia, sostiene que “las cosas
prósperas suceden a la plebe y a los ingenios viles”, y que, al contrario, “las
calamidades y terrores, y la esclavitud de los mortales, son propios del varón
grande”. En su afán por defender la dificultad, Séneca llega al extremo de
asegurar que “el vivir siempre en felicidad, y el pasar la vida sin algún
remordimiento de ánimo, es ignorar una parte de la naturaleza”.
Este pensamiento, adecuado para crear una moral de esclavos, según Nietzsche, o
cuya pretensión consiste en “ser libre tanto sobre el trono como bajo las
cadenas”, según Hegel, sirvió de fundamento teórico al cristianismo y se
convirtió, en ciertos aspectos, en parte integral de la misma doctrina. Una
moral concebida en principio para contener los ímpetus de la plebe romana
penetró de modo tan profundo las distintas capas de la cultura, que los logros
personales y la fortuna favorable comenzaron a tomarse desde entonces con
discreción y aun, en ciertos casos, se intentaron ocultar. Las críticas del
estoicismo al epicureísmo insistían en los defectos terrenales de una teoría
que consideraba posible la felicidad como un efecto de la virtud individual.
Todo lo que no implicara privación significaba para el estoicismo desborde
sensorial y, por tanto, manifestación de un grosero hedonismo.
Pero Séneca no sólo exaltó la dificultad, sino que llegó a considerar que el
hombre virtuoso se alegra con las adversidades, tanto como los soldados con la
victoria. Precisamente a esta tradición moral se debe que en cualquier
actividad humana se resalten, por encima del triunfo, los inconvenientes
propios de la contienda, y que, antes que satisfacerse con lo obtenido, se
hable de los conflictos que se avecinan y de los apuros que puede generar el
lugar preeminente alcanzado. En relación con la vida de los sabios, de los
grandes artistas y de los científicos, por ejemplo, cierta tradición cultural
insistirá de modo invariable en que alcanzaron lo que buscaban después de
incontables penalidades y esfuerzos. Para no contrariar una concepción
religiosa senequista, pocas veces se dirá que, lejos del sufrimiento y de los
obstáculos, ellos se deleitaron entregando sus vidas a lo que querían realizar.
La verdadera dificultad para un hombre de éstos habría sido verse privado de su
vocación. Sólo un individuo sandio o incapaz puede ver las vidas de los grandes
hombres como una sucesión de inconvenientes y de pruebas. Aun el santo puede
obtener placer de sus privaciones, a tal grado que encuentre enojoso otro modo
de vida. Todo radica, al fin de cuentas, en la pasión con que se asuma la
realización de la vida y de la obra. La dificultad constituye, a lo sumo, una
variable secundaria y accidental dentro de un proceso.
En “Un artista del trapecio”, Franz Kafka se refiere a un hombre que, ante el
asombro de su empresario, pide un segundo trapecio, es decir, una nueva
complicación en apariencia. “Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo
vivir!”, exclama sollozante. La entrega del artista a un arte cada vez más
exigente podría parecer, para un lego en el asunto, como un sacrificio, pero en
el fondo lo impulsa tan sólo el deseo de satisfacerse. La costumbre de
permanecer día y noche en el trapecio —dice Kafka— había terminado por volverse
tiránica. Impulsado por una modestia engañosa que encubriría la más refinada
forma de soberbia, el artista podría hablar del trabajo y de los desvelos que
le cuesta su arte, pero él sabe que ni siquiera se ha esforzado lo suficiente.
De no existir el empresario y sus exigencias, trabajaría para sí mismo; de
hecho, permanece en el trapecio aunque no asistan espectadores que puedan
apreciarlo.
Este artista del trapecio, al igual que los grandes hombres, produce ante el
público cándido la impresión falsa de que se sacrifica, cuando lo de veras
doloroso para él habría sido privarse de la actividad que más deseaba. En el
caso de una competencia deportiva, por ejemplo, resulta claro que quien menos
dificultades experimenta es precisamente el ganador. La capacidad, el saber y
el deseo vuelven irrelevantes los obstáculos que, para el último de los
competidores, se convierten en verdaderos escollos, insalvables en algunas
ocasiones. De este modo, el elogio de la dificultad en cuanto tal entraña en
realidad la exaltación del fracaso, de la derrota y del atraso. Lo que menos
importa para un hombre capaz son los tropiezos, efectivos e influyentes para quienes
flaquean o desisten. Lo que ocurre, más bien, es que si el derrotado no
enalteciera los inconvenientes, ¿cómo podría justificar el pobre resultado
obtenido? La incompetencia y la ineptitud, pues, garantizan un más prolongado
contacto con las dificultades.
ELOGIO
AL BAR
Un escritor joven, antes de
garrapatear su primera página memorable, debe tratar de permanecer el mayor
tiempo posible en el bar. No existe otro lugar donde pueda aprender tanto sobre
el oficio, pues en él se ha concentrado, sin duda, buena parte de la literatura
actual. Puesto que por allí pasan todos los tipos y todos los caracteres
posibles, también resulta natural que se discutan los asuntos cruciales que
merecen aparecer hoy en una obra literaria. Una prolongada y activa permanencia
en el bar, por tal razón, resulta más fructífera que el más profundo de los
estudios teóricos sobre la literatura. En caso de no asistir a una escuela tan
privilegiada, el escritor joven no tendría manera de conocer los trucos para
lograr ser publicado, las influencias para asistir a un congreso o a un
recital, los requisitos para aparecer en una antología. La gran verdad es que
la suerte de la literatura nacional se define, semana tras semana, en una mesa
llena de copas. Cuando se habla sobre la literatura de un pasado reciente,
pocas veces se conocen las ideas de un escritor, pero lo que todos saben
siempre es con quiénes solía brindar con frecuencia. Los académicos e
historiadores, pese a la solemnidad con que suelen abordar sus asuntos,
denominan abiertamente a este grupo de bebedores consuetudinarios con el nombre
de generación. De modo que, aunque la crítica desconozca el verdadero valor de un
escritor, sabe sin embargo con certeza el puesto que ocupaba en el bar.
Ahora bien, si la estadía tiende a prolongarse más de lo debido y el aprendiz
empieza a ceder su condición de joven promesa de las letras, no ha perdido
mayor cosa, pues al fin y al cabo allí irán a parar también los escritores
maduros, especialmente si escriben mal y empiezan a sentirse fracasados. De
modo que un joven, sin haber escrito nada, puede alcanzar la misma condición
del que ha malgastado su vida entera escribiendo. Si se mira bien, además, este
tipo de competencia beneficia más a éste que a aquél. Es evidente que posee más
ventajas el mal escritor que no escribe, que el mediocre que ha publicado en
abundancia; de éste, para su desgracia, quedan pruebas evidentes. Además, el
escritor que jamás condescienda a la vida bohemia debe recorrer un largo y
tortuoso camino para descubrir, al cabo del tiempo, las decepciones que
cualquier principiante borracho conoce casi desde el principio.
El modo como se abordan las vidas ajenas en un bar, esa capacidad para resumir
en unas cuantas palabras una vida entera, constituye un recurso que debe más al
alcohol que a la preceptiva literaria. Es probable que muchos de los asistentes
a estos lugares públicos no hayan leído buena y copiosa literatura, pero no
pueden negárseles, en cambio, sus amplios conocimientos biográficos. Su
especialidad, en rigor, radica en las vidas ajenas. La ventaja del bar consiste
en que se puede hablar profusamente de los demás, sin el temor frecuente de ser
considerado como un simple erudito. Nadie domina más vidas de escritores
desconocidos que el que asiste a estos sitios. Algunos alegarán que se trata de
una información bastante local y reducida, pero como defensa se podría alegar
que la misión de la verdadera literatura consiste, según lo demostraron grandes
maestros como Tolstoi, en volver universal la aldea a la que se pertenece. Los
libros suelen hablar con recato y con prudencia de las grandes figuras
literarias; entre el alboroto y el humo de un bar, en cambio, se habla con
pasión y con conocimiento de causa. A un escritor educado entre este bullicio
palpitante debe resultar inconcebible que otros traten de aprender en el
silencio y la asepsia estéril de una biblioteca.
Resulta innecesario intentar demostrar que un solitario difícilmente
descubriría por sí mismo los gestos, los modales, las poses y los modismos que
caracterizan a la gente de la cofradía. La de escritor es una profesión ardua y
compleja en la que lo que menos importa es la página —siempre en blanco, por
supuesto— y adquieren más valor, por el contrario, los modales aprendidos, esos
que permiten una comunicación instantánea entre los aficionados a las letras.
El bar encarna precisamente esa hermandad secreta, más perceptible aún en el
instante en que cesa la música y se encienden las luces, luego de haber
recibido durante toda la noche los halagos y las lisonjas necesarios para
sobrellevar un oficio tan penoso y tan solitario. ¿Adónde más podría ir un
escritor frustrado si no al bar? Por más escasos que sean los méritos
literarios, por más desaciertos que registre en los últimos días, en ningún
otro sitio encontraría con tanta facilidad una felicitación y un impulso, a
cambio solamente de invitar a otros a unas cuantas copas.
Conviene que un escritor asista solo a estos lugares, es decir, sin la compañía
de su amada. Un joven feliz, lleno de talento y de logros profesionales,
resultaría ridículo en este lugar si alguien lo acompañara. Para encontrar
acomodo, tendría que empezar por fracasar en algún aspecto de su vida. De no
cumplir este requisito, sería mirado no sólo como un intruso o como un
aguafiestas, sino como un indefenso principiante. Fracasar, sin embargo, no
resulta tan fácil como se podría pensar, pues no se puede perder de vista que se
trata al fin de cuentas de vidas literarias. Imposible integrarse a la bebida
sin conocer antes las andanzas de Poe, de Baudelaire o de Malcolm Lowry. Aún
más: cualquier trago, por más inconveniente que parezca la hora del día, posee
un respetable respaldo bibliográfico. En este aspecto radica la diferencia con
aquellos otros que beben ingenuamente y sin fundamento literario. En un caso se
trata tan sólo de un vicio, mientras en el otro forma parte de la historia de
la cultura. Referirse a lo dionisiaco o a la ebriedad en la mística sufí, por
ejemplo, abre las puertas a otra dimensión. Y la prueba más evidente de que no
se trata de haraganería o de simple pérdida de tiempo se encuentra en que
Dostoievski, ebrio y preocupado por los borrachos, terminó por escribir casi
inadvertidamente una obra maestra. Es fama también que Kavafis acostumbraba
asistir a ciertos bares de Alejandría, complementados por un segundo piso donde
pasaba con frecuencia de la teoría a la acción, esto es, al referente concreto
de su poesía. Como el aventurero clásico, como el bandido, como el héroe
incomprendido, o como el solitario de otra época, la figura del bebedor aparece
hoy dignificada y exaltada por escritores y por personajes famosos. “Vivir en
continuo temor por su vida”, como el cónsul Firmin, representa un nuevo ideal,
una divisa inseparable de la vocación literaria. De un hombre sensato y medido,
que sólo asista unos breves instantes al bar en el comienzo de la noche, no se
puede esperar más que aquello que produce la gente del montón.
Un escritor joven, aun antes de comenzar su carrera, debe saber que la
preeminencia de este lugar estriba en que el contacto asiduo con blasfemos,
crápulas y calaveras garantiza ese otro punto de vista tan necesario para
comprender la marcha de la sociedad. Y si jamás llegara a escribir una sola
línea de valor, de lo que se trata al fin de cuentas, como lo postuló
Nietzsche, es de convertir la propia vida en una obra de arte. Y nada más fácil
de empezar a lograr, que después de un par de copas.