La muerte del liberalismo y la crisis de la democracia liberal son temas
recurrentes y constituyen una preocupación que es imposible hacerle el quite,
la consecuencia inexorable es la aparición de una derecha cercana al fascismo,
que se ve reflejada en los gobiernos totalitarios. El artículo que transcribo
fue tomado de la revista “Letras libres”, creo que ves pertinente, para abrir
la discusión. CESAR HERNANDO BUSTAMANTE
Timothy
Garton Ash
Enfrentados a
un autoritarismo creciente, los liberales necesitan construir una nueva agenda. Para ello, deben aprender de sus
graves errores y evitar los señuelos y marcas narcisistas de la derecha y la
izquierda.
os de la
globalización ha sido el fortalecimiento del poder del capital en relación con
el del trabajo en las economías desarrolladas. La sindicalización de los
trabajadores, un aspecto casi olvidado de la izquierda, tiene que ser otra
parte de la respuesta. Necesitamos una nueva generación de políticas en favor
de la competencia, lo que en Estados Unidos se llama antimonopolio o antitrust.
Empresas como Google o Facebook son casi monopolios en una escala sin
precedentes. Aquí, los friedmanitas y hayekianos deberían –si son fieles a sus
principios– estar más interesados que cualquier radical de izquierdas por
restaurar un mercado realmente competitivo. Y, para ser claros, los mercados
regulados de forma adecuada siguen siendo una parte indispensable de la
creación de libertad.
Por último,
pero igual de importante, es necesario un gran cambio ético, tanto entre los
ricos como en la actitud hacia los ricos. En una charla sobre “el problema de
la libertad”, impartida en el Congreso del pen Internacional en 1939, Thomas
Mann habló de la necesidad de una “autolimitación voluntaria, una
autodisciplina social de la libertad”. ¿Dónde ha estado esa autodisciplina
social en los últimos años? Cuando el gobierno de Obama propuso aumentar el
impuesto al “interés devengado” (que es normalmente una parte significativa de
los ingresos de los directivos y altos cargos de fondos de inversión y de
capital privado, pero que tiene unos impuestos mucho más bajos que sus otros
ingresos), Stephen Schwarzman, uno de los individuos más ricos de Estados
Unidos, declaró que “esto es la guerra, es como cuando Hitler invadió Polonia
en 1939”. Cuando el coronavirus se cobraba vidas y estilos de vida de millones
de trabajadores, dependientes y dueños de pequeñas empresas, el Financial Times
informaba de que, “siguiendo una tendencia de congelación o reducción de
salarios”, los banqueros más importantes de Estados Unidos recibieron salarios
de entre veinticuatro (Mike Corbat de Citigroup) y 31.5 millones de dólares
(Jamie Dimon de JP Morgan Chase) en un solo año. Es obsceno.
Los políticos
(que necesitan dinero para presentarse a elecciones), burócratas (que buscan un
trabajo tras sus jubilaciones anticipadas), los museos, orquestas,
universidades, centros filantrópicos e incluso las ONG de derechos humanos
ahora se arrodillan, se arrastran y adulan a los millonarios como Schwarzman, y
alaban sus magníficas contribuciones a la filantropía.
Esto lo capta
mejor que nadie Dickens con su retrato, en La pequeña Dorrit, de cómo la buena
sociedad londinense se degradó ante el poderoso financiero Merdle. Sí, hay
individuos ricos y poderosos, como George Soros, que se han ganado realmente
nuestro respeto. Pero en general necesitamos una verdadera “redistribución del
respeto”: menos hacia el banquero Merdle, más hacia el barrendero Jo.
Identidad y
comunidad
Esto nos
lleva al segundo par de valores de Hassner, que los liberales no deberían
olvidar por su bien: comunidad e identidad. La infelicidad que se ha acumulado
en las últimas tres décadas tiene que ver en parte con un equilibrio defectuoso
entre el individuo y la comunidad, cuyo resultado es un individualismo
hipertrofiado. Pero tiene también que ver tanto con el tipo de comunidades que
los liberales han fomentado como con las que han olvidado. Aunque prestamos
mucha atención a la otra mitad del mundo en las últimas décadas, los liberales
cosmopolitas prestamos muy poca atención a las otras mitades de nuestras
propias sociedades. Hablamos mucho de “comunidad internacional” y menos de
comunidades nacionales. Al centrarnos en el deseo legítimo de diversas minorías
por el reconocimiento de sus complejas identidades, no fuimos capaces de ver
que algunos individuos que los multiculturalistas consideramos que pertenecían
a las mayorías seguras estaban comenzando a sentirse inseguros y amenazados en
sus propias identidades. Esto desembocó en la “política de la identidad blanca”
de Trump y demás. El resentimiento de una mayoría sintiéndose como una minoría
aumentó gracias al desprecio epistocrático de las élites hacia la mitad de la
población sin educación superior, especialmente cuando esa otra mitad expresaba
opiniones simplistas y políticamente incorrectas. Basta con recordar la famosa
frase condescendiente de Hillary Clinton sobre “la cesta de los deplorables”.
También
subestimamos el impacto traumático que tuvieron en la vida diaria de la gente
los cambios rápidos y profundos que trajeron la globalización y la
liberalización posterior a 1989. A principios del siglo XXI, el capitalismo
financiarizado y globalizado estaba más cerca que nunca de la descripción
inolvidable que hace Karl Marx en el Manifiesto comunista sobre el impacto
revolucionario del capitalismo:
Todas las
relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas
veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de
haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire.
A medida que
lo conocido desaparece, la gente grita: “¡Basta! ¡Demasiados cambios! ¡Demasiado
rápido!” Y a menudo añaden un melancólico: “Ya no reconozco mi país”, un
sentimiento que los populistas explotan y redirigen hacia los inmigrantes y las
diferencias étnicas, religiosas y culturales. Estos sentimientos son profundos
en los países de Europa central y del este, a pesar de que su mayor problema es
la emigración masiva, y no la inmigración. Los alienados culpan de su
alienación a los extranjeros. Aunque hay obviamente elementos significativos de
xenofobia y racismo, estos sentimientos también tienen origen en una reacción
mucho más amplia contra la velocidad y profundidad de unos cambios
revolucionarios que están afectando a la vida de mucha gente.
Los liberales
no supimos identificar la observación protoconservadora que hace Mary Shelley
cuando dice que “nada es más doloroso para la mente humana que el cambio
repentino y profundo”. El filósofo conservador Roger Scruton definió el
conservadurismo como
la visión
política que surge del deseo de conservar las cosas existentes, consideradas
como buenas en sí mismas o mejores que sus probables alternativas, o al menos
seguras, conocidas y objeto de nuestra confianza y afecto.
Lo que sigue
de este análisis es que, cuando sea posible, tenemos que ralentizar la
velocidad de los cambios para que la naturaleza humana pueda soportarlos,
mientras preservamos una dirección liberal en general. Joachim Gauck, el
expresidente alemán, resume esta disyuntiva en dos palabras: zielwahrende
Entschleunigung (desaceleración intencionada). Esto significa, por ejemplo,
limitar la inmigración, proteger las fronteras y fortalecer un sentido de
comunidad, confianza y reciprocidad dentro de ellas.
El Estado
nación
Este es un
territorio incómodo para los liberales contemporáneos. Algunos están
descontentos con la obstinada persistencia de las naciones. Pero en vez de
reunir a nuestras maltrechas tropas en una pantanosa línea del frente donde
pueda leerse “el internacionalismo contra la nación”, necesitamos reagruparnos
en el terreno más defendible y ventajoso de la nación definida en términos
liberales. En una de las últimas conferencias que dio, Scruton preguntó dónde
encontramos “la primera persona del plural de confianza mutua” y propuso una
moderna respuesta conservadora a esta cuestión política central no en los
términos de “fe y parentesco”, sino de “barrios y ley laica”.
Sin duda
estos son términos que los liberales pueden asumir y defender, no la necesidad
de una comunidad política nacional –que era, después de todo, una de las
principales exigencias de los liberales de 1848, el año en que Marx publicó su
manifiesto– sino la definición y el carácter de esa comunidad. Como han
demostrado de nuevo los cierres de fronteras repentinos y las respuestas de
gobiernos nacionales a la pandemia de covid, la nación es demasiado importante,
y demasiado fuerte desde el punto de vista de su atractivo emocional, como para
dejársela a los nacionalistas.
Mucho antes
de que nos golpeara la ola nacionalista, el multiculturalismo liberal había
empezado a apartarse de los arrecifes del relativismo moral y cultural
–“liberalismo para los liberales, canibalismo para los caníbales” en la
gloriosamente provocativa formulación de Martin Hollis– tras un acercamiento
peligrosamente próximo en el cambio de siglo. Pero en su necesaria crítica de
la “política de la identidad”, los liberales deben tener cuidado de no tirar al
bebé con el agua sucia. El feminismo, prefigurado en liberales del siglo xix
como Mill, su compañera Harriet Taylor y la novelista George Eliot, ha
efectuado en los últimos tiempos uno de los mayores avances de la historia
hacia la igual libertad para todos. La exploración de las experiencias,
necesidades y perspectivas de toda clase de grupos sociales, sean étnicos,
religiosos, sexuales o regionales, ha enriquecido nuestra idea de cómo podemos
combinar mejor la libertad y la diversidad en las sociedades multiculturales.
El punto en
que los liberales deben por tanto insistir es que la identidad no es “o una
cosa u otra” sino un “y también”. Por supuesto, hay choques reales entre las
identidades particulares, pero no hay contradicción en principio entre tener
identidades subnacionales, nacionales, transnacionales y supranacionales, del
mismo modo que tampoco la hay entre tener identidades religiosas, políticas,
institucionales y culturales, como hace la mayor parte de la gente. Los
liberales no defendemos una fantasía cosmolibertaria de ciudadanos
desarraigados e incorpóreos habitantes “de ninguna parte”, sino que debemos
defender el derecho de la gente a estar arraigada de más de una forma y en más
de un lugar.
El nuestro
será por tanto un patriotismo lo bastante inclusivo, liberal, capaz y
compasivamente imaginativo como para abrazar a ciudadanos de identidades
múltiples. La pertenencia a la nación se define en términos cívicos, no étnicos
o völkisch; esto no es una nación Estado, en un sentido estrecho, sino un
état-nation, un Estado nación. Esa versión abierta, positiva, cálida de la nación
puede atraer no solo a la seca razón sino también a la profunda necesidad
humana de pertenencia y al imperativo moral de la solidaridad. Aunque la
pandemia de coronavirus produjo de entrada un brote de aislamiento nacional,
también nos ha mostrado lo mejor del espíritu comunitario y la solidaridad
patriótica. El patriotismo liberal es un ingrediente esencial de un liberalismo
renovado.
El desafío de
lo global
Pero el
patriotismo no es suficiente. Aunque el impacto del capitalismo específicamente
globalizado es una de las principales causas de la crisis del liberalismo, los
remedios que he comentado hasta ahora han sido domésticos. Son prescripciones
de un Estado nacional territorialmente limitado, liberal y democrático, y en
algunos sentidos fortalecerían las fronteras en torno al Estado nación así como
los vínculos en su interior. Esto sugiere una pregunta gigantesca: ¿y qué pasa
con todos los demás? ¿Qué puede ofrecer el liberalismo a la mayor parte de la
humanidad, que no tiene la suerte de ser ciudadana de países como el Reino
Unido, Estados Unidos, Alemania o Nueva Zelanda? Esto incluye, en un área gris,
a millones de personas que residen en esos países sin ser ciudadanos de los
mismos.
Es a la vez
una cuestión moral y muy práctica. Cierta versión del universalismo es, como ha
señalado John Gray, un elemento nuclear del liberalismo. Pero el liberalismo
tiene la desventaja de que durante siglos llegó a la mayor parte del mundo en
la forma del imperialismo. Recordemos que John Stuart Mill trabajaba en la East
India Company y pensaba que los pueblos colonizados en su “minoría de edad” no
estaban preparados para libertades refinadas. El universalismo occidental era,
en la práctica, cualquier cosa salvo universal. Algunos de los peores horrores
que los seres humanos han infligido a otros seres humanos –la conquista
violenta, la tortura, el genocidio, la esclavitud– se justificaban por su
referencia a los más elevados ideales de libertad, civilización e ilustración.
Países como el Reino Unido –y los ingleses en particular– han hecho una faena
notable para olvidarlo; el resto del mundo, no.
Ese recuerdo
de la opresión colonial se ha visto reforzado, en nuestra época, por lo que
podría llamarse de forma laxa las guerras liberales de Occidente, como las de
Afganistán, Libia e Irak. Los motivos de los actores históricos para apoyar
esas guerras eran diversos, y muchos de ellos se hallaban lejos de ser
liberales, pero en cada caso las intervenciones militares estaban parcialmente
justificadas por su referencia a fines liberales. Aunque en los casos de Kosovo
o Sierra Leona uno podría defender que los objetivos liberales fueron al menos
parcialmente alcanzados, es difícil decir lo mismo de Irak o Libia. El camino
al infierno puede estar pavimentado de intenciones liberales.
Aprender de
esas experiencias desoladoras no exige que abandonemos las aspiraciones
universalistas de que otras personas alcancen las libertades que nosotros
disfrutamos, pero requiere un saludable escepticismo acerca de lo que pueden
conseguir intervenciones armadas para fines liberales y una apertura
poscolonial a las experiencias, valores y prioridades de otras culturas. Esto,
así como la realidad desnuda de que el poder relativo de Occidente está en
declive, sugiere un sobrio realismo acerca del grado hasta el cual las
potencias liberales pueden o deberían aspirar a transformar otras sociedades.
Sin embargo,
aunque uno fuera a asumir la visión más egoísta y estrecha del nuevo
liberalismo –una concepción que tratara en exclusiva de defender la libertad en
países actualmente (más o menos) libres– fracasaría si no abordara algunos
asuntos muy importantes más allá de nuestras fronteras.
“El orden
liberal internacional” es un término que ha ganado prominencia en el preciso
momento en que lo que describe está amenazado. Al recordar el deseo de Roger
Scruton de “conservar las cosas existentes, consideradas como buenas en sí
mismas o mejores que sus probables alternativas”, podríamos reflexionar que
ahora los liberales tienen una tarea sustancialmente conservadora: defender las
instituciones y prácticas de la cooperación internacional construidas desde
1945.
Durante dos
siglos, la influencia de las ideas liberales estaba –más de lo que nos gustaría
pensar– unida al predominio del poder occidental. Ahora la influencia del
liberalismo se desvanece a medida que la agenda de la política mundial está
cada vez más establecida por grandes potencias que no son parte de un Occidente
tradicionalmente decidido o que, como Rusia, son ambivalentes acerca de si
pertenecen a Occidente. De lejos, el Estado más importante de esos es China,
que ya es una superpotencia.
Los periodos
de ascenso y relativo declive de las grandes potencias han sido históricamente
tiempos de creciente tensión y, por lo común, de guerra. ¿Cómo podemos manejar
esta tensión, preservar cuanto sea posible del orden liberal internacional y
evitar la guerra? La influencia china ahora alcanza el interior de las
democracias liberales, distorsionando nuestros procesos democráticos e
intentando utilizar el peso financiero y la intimidación para imponer la
autocensura en periodistas y académicos, un proceso que se ve de manera
especialmente dramática en Australia. Eso nos llama a defender, en el corazón
de nuestras sociedades, valores liberales primarios como la libertad de
expresión y la independencia académica.
La inédita
versión china capitalista leninista del autoritarismo de desarrollo es ahora un
rival sistémico de la democracia liberal, al igual que lo fueron los regímenes
comunistas y fascistas durante buena parte del siglo XX. Ofrece a las
sociedades en desarrollo de Asia, África y América Latina un camino alternativo
a la modernidad. Lo más importante que hizo el mundo liberal para vencer en la
Guerra Fría fue mantener sus sociedades prósperas, dinámicas y atractivas.
Debemos intentar hacer lo mismo, seguir fieles a la causa de convencer a los demás
de que las sociedades liberales ofrecen una mejor forma de vida y,
crucialmente, mantener la fe de aquellos que comparten nuestros valores en
sociedades no libres. Pero, de manera realista, también debemos reconocer que
nos espera un buen trecho de coexistencia competitiva con regímenes
autoritarios.
Necesitamos
cooperar con ellos para evitar la guerra, para alejar las pandemias y para
afrontar la amenaza decisiva de la era del Antropoceno: el cambio climático. La
lucha planetaria para detener el calentamiento global también exigirá que
limitemos la influencia de las todopoderosas corporaciones que explotan el
carbono, por medios que van desde la desinversión hasta la regulación. Pero eso
solo es el principio. Necesitamos una reducción importante en nuestro consumo
general de carbono, y ahí cuentan no solo nuestras emisiones sino el carbono
consumido en la producción de bienes que importamos de otros lugares. El costo
para nuestro estilo de vida será especialmente elevado si nos tomamos en serio
los argumentos de la justicia histórica e intergeneracional: implicaría que el
Norte Global, que ya había consumido una parte mayor del capital ecológico de
la tierra, y las generaciones actuales deben hacer sacrificios por aquellos que
aún no han nacido en un mundo que padece los efectos del calentamiento global.
¿Es posible
garantizar un consentimiento de esos sacrificios, a través de la política
liberal democrática? Respondiendo otras encuestas de mi equipo de
investigación, en 2020 un asombroso 53% de jóvenes europeos decía que, a su
juicio, los Estados autoritarios estaban mejor equipados que las democracias
para afrontar la crisis climática. Nuestra tarea consiste en demostrar que esos
jóvenes están equivocados.
Mientras
tanto, el nivel de calentamiento que ya es inevitable aumentará bruscamente los
ya significativos flujos de migrantes desde el empobrecido Sur Global hacia el
Norte Global. La reacción ante la llegada a Europa de millones de personas de
África y el Oriente Medio ha desestabilizado sólidas democracias liberales
europeas. Culpar a los migrantes de América Latina de una miríada de males
sociales fue un elemento central del trumpismo.
El economista
del desarrollo Paul Collier argumenta que limitar la inmigración puede
beneficiar a las sociedades de las que vienen los inmigrantes. Hay, escribe,
más médicos sudaneses en Londres que en Sudán. No es bueno para ningún país que
una gran proporción de sus ciudadanos más jóvenes, enérgicos, educados y
emprendedores busque una vida mejor en otra parte. No es bueno para la libertad
en esos sitios que muchos liberales del lugar prefieran cambiar de país a
cambiar su país.
Nada de eso
absuelve a los liberales de la obligación de dar un trato humano a todos
aquellos que buscan desesperadamente entrar en nuestros países. Tampoco nos
absuelve de preguntar lo que deberíamos hacer a favor de una gran parte de la
humanidad a la que no vamos a dejar entrar en nuestros países. Como mínimo,
necesitamos dedicar más atención a entender qué ayuda de verdad a que los países
se desarrollen y cómo podemos contribuir positivamente al proceso. Cualquier
democracia próspera que gaste menos del 0.7% del PIB en ayuda al desarrollo –el
objetivo avalado por la onu– debería avergonzarse de ello (y el populista
gobierno conservador del Reino Unido debería cambiar su reciente decisión de
abandonarlo).
Solo esbozar
los rasgos desnudos de esos desafíos globales es apreciar que la agenda externa
por un nuevo liberalismo resulta todavía más abrumadora que la interna. El
mayor desafío, sin embargo, es hacer todas esas cosas a la vez, especialmente
cuando hay tensiones entre las medidas que se necesitan en las tres áreas.
¿Cómo, por ejemplo, evitas que el calentamiento global se eleve por encima de
los dos grados sobre las temperaturas preindustriales sin imponer fuertes
restricciones a la libertad individual? ¿Cómo afrontas los miedos que genera la
inmigración y a la vez respetas por completo los derechos humanos de los
migrantes? ¿Cómo defiendes los derechos de la gente de Hong Kong y Taiwán mientras
buscas una cooperación profunda con China para combatir el cambio climático,
las pandemias y un desorden económico global?
Hacia un
nuevo liberalismo
Hace poco leí
un texto interesante de un escritor alemán, Arnold Ruge, titulado “Autocrítica
del liberalismo”. Se publicó en 1843. El liberalismo lleva mucho tiempo y la
autocrítica es su camino característico de renovación. Incluso el “nuevo
liberalismo” es un término viejo. Empezó a circular ampliamente a comienzos del
siglo XX para describir una nueva ola de pensadores que enriquecían el
liberalismo con una dimensión social más fuerte. Los siguió un giro más
explícitamente socialdemócrata en el liberalismo, con el New Deal de Franklin
Delano Roosevelt en Estados Unidos y la construcción de los Estados del
bienestar en Europa occidental después de 1945. A partir de 1980, tuvimos el
giro neoliberal –es decir, nuevo liberal– hacia los mercados libres y lejos del
inflado Estado “socialista”. Ahora necesitamos un nuevo “nuevo liberalismo”.
Aquí he ofrecido
solamente unas notas hacia la renovación del liberalismo. Me baso en el trabajo
de muchos otros, y espero que otros partan del mío. No pretendo elaborar una
teoría normativa. Tampoco propongo un amplio programa de políticas. No hay, nos
dice Mill, “una necesidad de una síntesis universal”. De hecho, la búsqueda de
soluciones maximalistas, válidas para todo, forma parte de la hybris racional
del liberalismo tecnocrático de los últimos treinta años. Se alejó demasiado de
la “ingeniería gradualista” de Karl Popper. El liberalismo no debería ser nunca
un sistema cerrado sino más bien un método abierto, una combinación de realismo
basado en la evidencia y aspiración moral, siempre listo para aprender de los
errores de los demás y de nosotros mismos.
Este nuevo
liberalismo será firme en la defensa de lo esencial del liberalismo, como los
derechos humanos, el Estado de derecho y el gobierno limitado, y las
epistémicas libertades de expresión e investigación, indispensables para el
liberalismo como método en vez de como sistema. Será experimental, avanzando a
base de ensayo y error, abierto a aprender de otras tradiciones, como el
conservadurismo y el socialismo, y equipado con la compasión imaginativa que
necesitamos para ver con los ojos de los demás. Valorará la inteligencia
emocional además de la científica. Y reconocerá que en muchos países
relativamente libres tenemos algo parecido a un control empresarial plutócrata
y oligárquico sobre el Estado. Eso debe romperse, por medios democráticos, o
los procedimientos electorales de la democracia seguirán siendo explotados para
subvertir el liberalismo, cuando los populistas (que a veces son también
plutócratas) agiten a las minorías descontentas contra la “liberalocracia”.
Este nuevo
liberalismo seguirá siendo universalista, pero con un universalismo sobrio y
matizado, atento a la diversidad de perspectivas, prioridades y experiencias de
culturas y países fuera de la corriente principal del Occidente histórico, y
conocedor del cambio en el poder mundial que se aparta de Occidente. Seguirá
siendo individualista, dedicado a alcanzar la mayor libertad del individuo
compatible con la libertad del Occidente histórico, pero será un individualismo
realista y contextual. En su mejor versión, el liberalismo siempre ha entendido
que los seres humanos nunca son lo que Jeremy Waldron ha llamado “átomos hechos
a sí mismos de una fantasía liberal”, sino que viven dentro de muchos tipos de
comunidades, lo que habla de profundas necesidades psicológicas de pertenencia
y reconocimiento. Este nuevo liberalismo seguirá siendo igualitario: buscará la
igualdad de oportunidades en la vida, pero también entenderá que los aspectos
culturales y sociopsicológicos de la desigualdad son tan importantes como los
económicos. Finalmente, y no menos importante, seguirá siendo meliorista,
aunque con un meliorismo escéptico, conocedor de la historia, consciente de que
esta tiene ciclos así como líneas, retrocesos igual que avances, y que el
progreso humano, en el mejor de los casos, solo se parece a la trayectoria
ascendente de un sacacorchos, con virajes hacia abajo en el camino.
Grandes
escritores y líderes de habilidad retórica serán llamados a mezclar todo eso
para crear un relato más atractivo a nivel emocional que aquellos que usan los
demagogos simplificadores y terribles para seducir a millones de corazones
infelices hoy en día. Este será un liberalismo del miedo (en la celebrada
expresión de Judith Shklar) pero también habrá de ser un liberalismo de la
esperanza. Como en una doble hélice, el miedo a la barbarie humana que siempre
puede regresar estará entretejido con la esperanza de una civilización humana
que en parte tenemos y de la cual podemos construir más.
¿Y si es
demasiado tarde? ¿Y si la influencia del liberalismo declina inexorablemente,
así como el poder relativo de Occidente? ¿Y si el antiliberal Deneen tiene
razón cuando se regodea en un “experimento filosófico de quinientos años que ya
ha terminado”? Por lo que a mí respecta, espero que en ese caso yo me hunda con
el noble barco Libertad, afanado con las bombas en la sala de máquinas mientras
intento mantenerlo a flote. Pero mientras respiro mi última bocanada de agua
salada –glup, glup– encontraré consuelo reflexionando en una última y peculiar
cualidad de Libertad. Algún tiempo después de que el barco parece haberse
hundido, vuelve a la superficie. Aún más extraño: adquiere la fuerza para
reflotar precisamente porque se ha hundido. No es ningún accidente que las
voces más apasionadas en favor de la libertad lleguen hasta nosotros, como el
coro de prisioneros en el Fidelio de Beethoven, desde aquellos que no son
libres.
Porque la
libertad es como la salud: la valoras más cuando la has perdido. El mejor
camino hacia delante, sin embargo, para las sociedades libres y los individuos,
es conservar la salud. ~