En una serie de
televisión escuche a un detective muy contrariado, que tiene contacto con el más
allá la frase: “Debe ser mejor estar vivo que estar muerto”. Nadie podrá
afirmar esto categóricamente, la muerte y lo que nos pasa sigue siendo un
misterio bien guardado por la naturaleza. Mi esposa va a cumplir tres
año de haberse marchado. En la ridícula idea de no volver a verte, el libro de
Rosa Montero, hay una cita puntual que me ha generado mucha reflexión:
“Hace muchos años, el periodista Iñaki Gabilondo me dijo en una entrevista que
la muerte de su primera mujer, que falleció muy joven y de cáncer, había sido
muy dura, sí, pero también lo más trascendental que le había ocurrido. Sus
palabras me impresionaron: de hecho, las recuerdo aún, aunque tengo una confusa
memoria de mosquito. Entonces creí comprender bien lo que quería decir; pero
después de experimentarlo lo he entendido mejor. No todo es horrible en la
muerte, aunque parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto)”. Alguien
hace poco me dijo: “ Tenga por seguro, ella está mejor allá que acá”. Lo que sí es cierto es que seguimos manteniendo
una relación muy estrecha con esa persona que se nos fue.
Lo que más nos duele es
la ausencia. Expresa Rosa Montero al respecto con gran magisterio: “El verdadero dolor es indecible. Si
puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es
tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero
que te arranca es la palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo
hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas
(igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera
parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por
un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que
no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte”. Uno sabe de
antemano que esa persona que seguimos amando, no volverá. Paradójicamente en mi caso,
la comunicación con ella es de todos los días.
He tenido diálogos
muy intensos con mi hija Isabella sobre su madre. He tratado de entender más su
vida y en estas interpelaciones, hay un dialogo con ella, con su forma de
pensar, con sus concepciones más profundas y cómo tomaba sus decisiones. Cinco
ciudades marcaron su vida: La entrañable
Manizales, Popayán, Honda, Bogotá y Medellín. Cada una marca una etapa
crucial. Las ciudades son como quiebres y giros. Manizales
representa todo en su vida: Su niñez, su familia, sus mejores amigas y esa
manera especial de ser que le caracterizaba: Amable, sincera a morir, contenida y radical en su manera de
asumir la vida. Popayán, le traía recuerdos muy especiales de su niñez, se
le aparecían algunos eventos cómo fotografías, la casa de sus padres, la comida regional, paseos que evocaba con una exactitud asombrosa. Honda fue el
comienzo de su adolescencia, de grandes amigas, una vida solariega y de mucha
paz; Bogotá enfrentarse a la vida sola, le dio independencia, criterio, marcó su primeros pasos por la universidad;
Medellín, el crecimiento de sus hijos y esa lucha en medio de lo cotidiano. Cuando Ana Isabel
hablaba del pasado lo hacía con datos precisos, su memoria era de dinosaurio
para estas cosas. Describía a Honda con una exactitud magistral, de Manizales tenía infinidad de recuerdos y anedoctas, se explayaba con la narrativa oral típica de los paisas.
He pensado mucho en sus
convicciones. No podíamos hablar de política. Estábamos en polos opuestos. Era
una católica comprometida, pero nunca asumió fanatismos insultantes. En esto
días hablábamos de esté aspecto con mi hija. Ella rezaba la novena del
milagroso de Buga con una fe inquebrantable. De pronto decía, el señor de Buga
me hizo el milagro, se alegraba de sobremanera.
Uno cree que con el
tiempo va alivianar la ausencia. Nunca pasa, pero hay un dialogo muy intenso. Muchas veces como una especie de cruce de cuentas, hay aspectos que causan mucho dolor, que nos pesan, me duelen profundamente. Los errores
que es imposible cambiar, aquellos que son parte del pasado, son cicatrices. Curiosamente a partir de estos reconocimientos se generan diálogos. Pareciera que estuviese al frente y de hecho tomo decisiones.
Cuando cometo un error que le disgustaría mucho, siento su presencia, con una fuerza inexplicable. Hay hechos que me duelen de su partida que nunca cambiaran, Rosa Montero en su libro expresa: “Porque la característica esencial de lo que
llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental”. No es mi caso por ahora, mis hijos son grata compañía.
Más bien he comprendido la vida desde otros ámbitos, disfruto más las cosas pequeñas, en los
detalles está la grandeza, amo la sencillez, la vida sin tantos arabescos, muy
cercano de la naturaleza y de la lectura. Ana Isabel debe saber que su hija
Mariana está a punto de terminar su carrera, que Santiago va en cuarto semestre
de ingeniería Civil en la universidad de Antioquia y que Isabella es una
connotada lectora y amante del buen cine que dentro de dos años acabará su
bachillerato. Su mama, Ana Emilia, todos los días le piensa, pese al dolor que
la quebranta, pese a la ausencia que no acepta por absurda según su lógica. Sé
que con el tiempo seremos simplemente un dato de generaciones que no tendrán ni idea quienes fuimos. Esa es la vida al fin y al cabo.