Esta semana han aparecido
sendos artículos que hablan de las élites en Colombia. El tema es
más importante de lo que imaginamos y no se entiende como no ha sido estudiado
con el rigor que amerita. Antes de morir Nicanor Restrepo publicó un libro, fue su tesis en la Sorbona en una maestría de historia, sobre las élites en Antioquia.
Leí varios artículos muy
lúcidos de López Michelsen al respecto. "El término francés élite es el
sustantivo correspondiente al verbo elire (escoger) y hasta el siglo XVI, fue
tan solo choix (elección, acción de escoger)" (Ferrando, 1976, p. 7). En
el siglo siguiente adquirió más que todo un sentido comercial, para designar a
los bienes de calidad especial y fue en el siglo XVIII, cuando se empezó a
determinar mediante esta palabra a algunos grupos sociales y, con tal sentido
pasó al inglés. Elite empezó a constituirse en el significado que hoy es usual
durante la Belle Epoque, y se difundió extraordinariamente al socaire de la
boga de los autores "Maquiavelistas" en el primer tercio del siglo
XX. Así entonces, en el amplio sentido, se indicaba con esta palabra a quienes
tenían las más altas aptitudes frente al promedio general y, en un sentido más
restringido, se refería al grupo que G. Mosca denominó "clase
política". Más tarde W. Pareto, hace una distinción entre "Elite no
gobernante" y "Elite gobernante", que ejerce el control efectivo
del poder”.
Nuestro territorio ha sido
manejado por una élite desde la conquista. La corona española fue sembrando una
clase dirigente que término convirtiéndose
en la élite, se fortaleció no solo a través de la burocracia sino del acceso a la tierra y los privilegios comerciales, esta elite manejó
los hilos del poder en todas las instancias durante este periodo y se
convirtió en la clase dominante. Está clase con el tiempo (Tres siglos largos que conocemos, como la colonia) fue la que lideró la independencia en un momento
histórico muy especial. La república, la Colombia de los últimos 200 años, se podría narrar desde la perspectiva de las
élites, estas han manejado el poder desde su nacimiento y podría afirmarse que
el país de hoy, lo bueno y lo malo que nos sucede, se lo debemos a ella. Curioso, nunca hemos tenido un presidente de
talante popular como ha sucedido en casi todos los países de Latinoamérica.
Tomaré el termino élite como
lo hace Nicanor Restrepo en su texto: “Cuando se habla de élites, se hace referencia a
un grupo de gentes que, en palabras de Coenen-Huther ocupan posiciones
estratégicas que les permiten ejercer una influencia perceptible sobre los
procesos de toma de decisiones. Las personas que ejercen influencia y dirección social, política y económica o
empresarial están provistas de prestigio, privilegios y otros símbolos de
status que refuerzan sus posiciones
frente a la sociedad, la cual se les reconoce esa calidad; de este modo, dichas
personas conforman las que en este trabajo denominamos elites políticas y
elites patronales”[1].
Wrhites Mills categoriza: “gobiernan las grandes empresas, gobiernan la
maquinaria del Estado y exigen sus prerrogativas, dirigen la organización
militar, ocupan los puestos de mando de la estructura social en los cuales
están centrados ahora los medios efectivos del poder y la riqueza y la
celebridad de que gozan”. Maria Jimnez Duzán en su columna de esta semana
escribe: “En su última columna en El Tiempo, Carlos Caballero Argáez se refiere
a la responsabilidad que le compete a las elites norteamericanas en el surgimiento
de un frankenstein como Donald Trump, y se pregunta si las colombianas con su
miopía no son acaso las causantes directas de la tremenda polarización que vive
el país. Unas elites que, según él, no han servido para mitigar los ánimos ni
para establecer puentes, sino para echarle más leña al fuego y agudizar la
polarización”.
El país en los últimos cien
años ha sido manejado por la misma clase dirigente. Desde el gobierno de Alfonso Reyes a principios del siglo XX se
vienen turnando en el poder y desde el mismo se apropiaron paulatinamente: Del sector
productivo, de la mayoría de las tierras con vocación agrícola y ganadera, de la minería, de los puertos, de los grandes centros
educativos, pero sobre todo del poder
político en cual se han perpetuado. Los Ospina, los Lleras, los López, los
Sardi, los Irragori, los valencia, para
solo citar algunos apellidos emblemáticos, hacen parte de esta clase que esta anquilosado en el poder, están articulados con las élites regionales en un escalonamiento y entrecruzamiento
de intereses desde donde manejan el país. La violencia, el conflicto como tal, son una
expresión de la exclusión, la inequidad
y la ceguera de esta clase que desde los
factores reales de poder, por omisión o acción han generado mucha violencia. Los acuerdos de la Habana son en esencia un reconocimiento de la otra Colombia, la excluida, este acuerdo y proceso, tiene una férrea oposición de clase, una élite, la más conservadora y recalcitrante, se opone ferreamente a los acuerdos, en los últimos días empezó la recolección de firmas para tumbar el plebiscito que refrenda el
proceso de paz, considera la guerrilla y los grupos armados como terroristas, desconoce de plano su condición histórica. No se entiende como no esperan la votación y se expresan a través
de ella como corresponde. Esta oposición, siendo
legítima, está llena de mentiras, siembra miedos inexistentes y tiene una
lectura perversa del proceso de la Habana que confirma la visión de clase que
siempre ha caracterizado a este país. Se le olvidó que los grupos armados
tienen una genealogía muy compleja que es imposible desconocer.
Encontré un trabajo en
la red que sintetiza muy bien este momento
“En primer lugar, en medio de la persistencia del conflicto social armado, se
realizan ingentes esfuerzos por lograr una solución política reflexiva,
permanente y consensuada. En segundo lugar, la Mesa de conversaciones de La
Habana ha conformado una Comisión Histórica, que intenta construir una memoria
plural y democrática sobre los orígenes, causas e impactos de ese largo
conflicto en la población. Un acto que expresa la necesidad de memorias
hermenéuticas y laboratorios de paz, en el campo del pensamiento histórico, a la
vez que refrenda la aseveración de Marco Palacios acerca de la urgencia de
asumir nuestros relatos históricos: “A diferencia de los venezolanos, hemos
tenido a nuestra disposición no una sino varias historias patrias monumentales
(bolivariana, santanderista, bipartidista…), historias de gobierno e historias
de oposición”. En tercer lugar, las voces de las víctimas han adquirido
centralidad y visibilidad, como condición ineludible y previa de su
finalización. Los motivos y justificaciones de esa centralidad de las víctimas
pueden ser divergentes, pero la conciencia de su urgencia es manifiestamente
colectiva. Esta naturaleza inédita del proceso colombiano conlleva una inmensa
responsabilidad ética y reflexiva. La comunicación argumentada, la solidaridad
con todos los afectados y el respeto a las diferencias, son condiciones éticas
que debemos cuidar con esmero en todo este proceso de finalización del
conflicto. La reflexividad en las decisiones, la lucha contra los dogmatismos,
el respeto por la investigación académica y la imaginación creadora, son
consejos importantes, al subrayar que no existen modelos para imitar, ni fórmulas
preestablecidas para enfrentar tal complejidad y singularidad frente a este
desarrollo peculiar de nuestra República”.[2]
Y termina con un cuarto punto magistral: “Cuarto, arrogarse la decisión de que,
en épocas de crisis, es urgente el llamado a la teoría y resaltar que una investigación
histórica sin contenido conceptual podría ser cómplice de la perpetuación de la
barbarie. Ningún trabajo histórico puede estar al margen de los desarrollos
filosóficos, de los debates políticos, de los métodos o de las reflexiones, que
otros saberes hacen sobre lo social y lo humano. Amén de rememorar la constante
evocación del filósofo colombiano Guillermo Hoyos, de exigir a las ciencias un
diálogo constante con la reflexividad crítica de la Filosofía, en la vía de
retomar la afirmación de uno de sus maestros, Max Horkheimer: “El desprecio de
la teoría es el inicio del cinismo en la vida práctica”[3].
El gobierno tiene dos
tareas puntuales frente al acuerdo con la FARC: Un proceso de sensibilización y
comunicación masivo, claro y acelerar la firma del texto final. El presidente
tiene que ser consciente que existe un grupo muy fuerte de corte casi fascista
que solo ve en la guerra y en los procesos de exclusión la salida a nuestro conflicto, que están dispuestos
hacer lo que sea para acabar con el proceso de la Habana, Colombia ya ha vivido momentos históricos de regresión muy
peligrosos.
La columna de Maria Jimenez
Duzan remata con una afirmación muy fuerte: “Sería un error histórico que
nuestras elites optaran por el statu quo por culpa de su miopía y de su
arrogancia. Hasta ahora han salido indemnes de todos sus entuertos. Lograron
frenar los efectos de la gran reforma del 36 concebida por Alfonso López
Pumarejo, impulsando una contrarreforma que dio al traste con la reforma
agraria, hecho que nos retrasó en la historia unos 60 años. Décadas más tarde,
lograron sepultar la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo en el Pacto de
Chicoral, que también nos devolvió aún más en la historia. Cooptaron a un
outsider como Álvaro Uribe, pero cuando este quiso quedarse en el poder
movieron sus cuerdas para sacarlo a gorrazos, como lo hicieron años atrás con el
general Rojas[4] .
[1]
Empresariado Antioqueño y sociedad. 1940-2004. Nicanor Restrepo.
[2]
dimensiones
políticas y culturales en el conflicto colombiano. Zubria Sergio. Centro de
memoria histórica. http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/comisionPaz2015/zubiriaSergio.pdf
[3]
Ibidem
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