La mistificación empezó con la
costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos -como sucede en
España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más
temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las
mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años
cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue
una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien
traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo.
Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños,
y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros jesuitas en la
escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños
los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir
creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación
comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora
agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los
gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noel de los franceses, y a quienes
todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y
el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En
realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás,
un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que
no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical
de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y
revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por
eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de
diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias
germanicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los
juguetes. y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego
pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda
una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el
pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos
atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de
consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales
indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio,
esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados
mentales que son los villancicos traducídos del inglés; y tantas otras
estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber
inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que
los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de
puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso
tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche
de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que
no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos
aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la
prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que
nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el
momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en
público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban
todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta
termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces-
terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en
Estados Unidos.
ESTE ESCRITO ME LO ENVIÒ MI AMIGO ENRIQUE CORTES
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducídos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.
ESTE ESCRITO ME LO ENVIÒ MI AMIGO ENRIQUE CORTES
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