Foto del escritor colombiano cuando trabjaba en el periodico "Espectador" en la década del ciencuenta del siglo pasado.
Trasncribo una de las columnas más bellas de Gabo a proposito de todas las tensiones que despierta el premio nobel de literatura.
Todos
los años, por estos días, un fantasma inquieta a los escritores grandes: el
Premio Nobel de Literatura. Jorge Luis Borges, que es uno de los más grandes y
también uno de los candidatos más asiduos, protestó alguna vez en una
entrevista de Prensa por los dos meses de ansiedad a que lo someten los
augures. Es inevitable: Borges es el escritor de más altos méritos artísticos
en lengua castellana, y no pueden pretender que le excluyan, sólo por piedad,
de los pronósticos anuales. Lo malo es que el resultado final no depende del
derecho propio del candidato, y ni siquiera de la justicia de los dioses, sino
de la voluntad inescrutable de los miembros de la Academia Sueca.No recuerdo un
pronóstico certero. Los premiados, en general, parecen ser los primeros sorprendidos.
Cuando el dramaturgo irlandés Samuel Beckett recibió por teléfono la noticia de
su premio, en 1969, exclamó consternado: «¡Dios mío, qué desastre!». Pablo
Neruda, en 1971, se enteró tres días antes de que se publicara la noticia, por
un mensaje confidencial de la Academia Sueca. Pero la noche siguiente invitó a
un grupo de amigos a cenar en París, donde entonces era embajador de Chile, y
ninguno de nosotros se enteró del motivo de la fiesta hasta que los periódicos
de la tarde publicaron la noticia. «Es que nunca creo en nada mientras no lo
vea escrito», nos explicó después Neruda con su risa invencible. Pocos días más
tarde, mientras comíamos en un fragoroso restaurante del Boulevard
Montparnasse, recordó que aún no había escrito el discurso para la ceremonia de
entrega, que tendría lugar 48 horas después en Estocolmo. Entonces volteó al
revés la hoja de papel del menú, y sin una sola pausa, sin preocuparse por el
estruendo humano, con la misma naturalidad con que respiraba y la misma tinta
verde, implacable, con que dibujaba sus versos, escribió allí mismo el hermoso
discurso de su coronación.
La
versión más corriente entre escritores y críticos es que los académicos suecos
se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la
obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía
tostados por los soles del Sur, emiten su veredicto. Otra versión pretende que
Jorge Luis Borges era ya el elegido en mayo de 1976, pero no lo fue en la
votación final de noviembre. En realidad, el premiado de aquel año fue el
magnífico y deprimente Saul Bellow, elegido de prisa a última hora, a pesar de
que los otros premiados en las distintas materias eran también norteamericanos.
Lo
cierto es que, el 22 de septiembre de aquel año -un mes antes de la votación-,
Borges había hecho algo que no tenía nada que ver con su literatura magistral:
visitó en audiencia solemne al general Augusto Pinochet. «Es un honor
inmerecido ser recibido por usted, señor presidente», dijo en su desdichado
discurso. «En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el
orden», prosiguió, sin que nadie se lo preguntara. Y concluyó impasible: «Ello
ocurre en un continente anarquisado y socavado por el comunismo». Era fácil
pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el
pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño.
Desde entonces, el nombre de Borges había desaparecido de los pronósticos.
Ahora, al cabo de una penitencia injusta, ha vuelto a aparecer, y nada nos
gustaría tanto a quienes somos al mismo tiempo sus lectores insaciables y sus
adversarios políticos que saberlo por fin liberado de su ansiedad anual.
Sus
dos rivales más peligrosos son dos novelistas de lengua inglesa. El primero,
que había figurado sin mucho ruido en años anteriores, ha sido ahora objeto de
una promoción espectacular de la revista Newsweek, que lo destacó en su
portada del 18 de agosto como el gran maestro de la novela; con mucha razón. Su
nombre completo es nada menos que Vidiadhar Surajprasad Naipaul, tiene 47 años,
nació aquí al lado, en la isla de Trinidad, de padre hindú y madre caribe, y
está considerado por algunos críticos muy severos como el más grande escritor actual
de la lengua inglesa. El otro candidato es Graham Greene, cinco años menor que
Borges, con tantos méritos y también con tantos años de retraso como él para
recibir ese laurel senil.
En
el otoño de 1972, en Londres, Naipaul no parecía muy consciente de ser un
escritor del Caribe. Se lo recordé en una reunión de amigos y él se desconcertó
un poco; reflexionó un instante, y una sonrisa nueva iluminó su rostro
taciturno. «Good claim», me dijo. Graham Greene, en cambio, que nació en
Berkhamsted, ni siquiera vaciló cuando un periodista le preguntó si era
consciente de ser un novelista latinoamericano. «Por supuesto», contestó. «Y me
alegro mucho, porque en América Latina están los mejores novelistas actuales,
como Jorge Luis Borges». Hace algunos años, hablando de todo, le expresé a
Graham Greene mi perplejidad y mi disgusto de que a un autor como él, con una
obra tan vasta y original, no le hubieran dado el Premio Nobel.
«No
me lo darán nunca», me dijo con absoluta seriedad, «porque no me consideran un
escritor serio ».
Los
tres enigmas de la Academia Sueca
La
Academia Sueca, que es la encargada de conceder el Premio Nobel de literatura,
sólo ese, se fundó en 1786, sin pretensiones mayores que la de parecerse a la
Academia Francesa (*). Nadie se imaginó entonces, por supuesto, que con
el tiempo llegaría a adquirir el poder consagratorio más grande del mundo. Está
compuesta por dieciocho miembros vitalicios de edad venerable, seleccionados
por la propia academia entre las figuras más destacadas de las letras suecas.
Hay dos filósofos, dos historiadores, tres especialistas en lenguas nórdicas y
sólo una mujer. Pero no es ese el único síntoma machista; en los ochenta años
del premio, sólo se lo han concedido a seis mujeres, contra 69 hombres. Este
año será concedido por una decisión impar, pues uno de los académicos más
eminentes, el profesor Lindroth Sten murió el pasado 3 de septiembre: hace
quince días.
Cómo
proceden, cómo se ponen de acuerdo, cuáles son los compromisos reales que
determinan sus designios, es uno de los secretos mejor guardados de nuestro
tiempo. Su criterio es Imprevisible, contradictorio, inmune incluso a los
presagios, y sus decisiones son secretas, solitarias e inapelables. Si no
fueran tan graves, podría pensarse que están animadas por la travesura de
burlar todos los vaticinios. Nadie como ellos se parece tanto a la muerte.
Otro
secreto bien guardado es dónde está invertido un capital que produce tan
abundantes dividendos. Alfred Nobel (con acento en la e y no en la o), creó el
premio en 1895 con un capital de 9.200.000 dólares, cuyos intereses anuales
debían repartirse cada año, a más tardar el 15 de noviembre, entre los cinco
premiados. La suma, por consiguiente, es variable, según haya sido la cosecha
del año. En 1901, cuando se concedieron los premios por primera vez, cada
premiado recibió 30.160 coronas suecas. En 1979, que fue el año de intereses
más suculentos, recibió cada uno 160.000 coronas (2.480.000 pesetas).
Dicen
las malas lenguas que el capital está invertido en las minas de oro de Africa
del Sur y que, por consiguiente, el Premio Nobel vive de la sangre de los
esclavos negros. La Academia Sueca, que nunca ha hecho una aclaración pública
ni respondido a ningún agravio, podría defenderse con el argumento de que no es
ella, sino el Banco de Suecia, quien administra la plata. Y los bancos, como su
nombre lo indica, no tienen corazón.
El
tercer enigma es el criterio político que prevalece en el seno de la Academia
Sueca. En varias ocasiones, los premios han permitido pensar que sus miembros
son liberales idealistas. Su tropiezo más grande, y más honroso, lo tuvieron en
1938, cuando Hitler prohibió a los alemanes recibir el Premio Nobel, con el
argumento risible de que su promotor era judío. Richard Khun, el alemán que
aquel año había merecido el Nobel de química, tuvo que rechazarlo. Por
convicción o por prudencia, ninguno de los premios fue concedido durante la
segunda guerra mundial. Pero tan pronto como Europa se repuso de sus
quebrantos, la Academia Sueca cometió la que parece ser su única penosa
componenda; le concedió el premio de literatura a sir Winston Churchill sólo
porque era el hombre con más prestigio de su tiempo, y no era posible darle
ninguno de los otros premios, y mucho menos el de la paz.
Tal
vez las relaciones más difíciles de la Academia Sueca han sido con la Unión
Soviética. En 1958, cuando el premio le fue concedido al muy eminente Boris
Pasternak, este lo rechazó por temor de que no se le permitiera regresar a su
país. Las autoridades soviéticas consideraron el premio como una provocación.
Sin embargo, en 1965, cuando el premiado fue Mikhail Sholokhov, el más oficial
de los escritores oficiales soviéticos, las proplas autoridades de su país lo
celebraron con júbilo. En cambio, cinco años más tarde, cuando se lo
concedieron al disidente mayor, Alexander Solzhenitsyn, el Gobierno soviético
perdió los estribos y llegó a decirse que el Premio Nobel era un instrumento
del imperialismo. A mí me consta, sin embargo, que los mensajes más cálidos que
recibió Pablo Neruda con motivo de su premio provenían de la Unión Soviética, y
algunos de muy alto nivel oficial. «Para nosotros», me dijo, sonriendo, un
amigo soviético, «el Premio Nobel es bueno cuando se lo conceden a un escritor que
nos gusta, y malo cuando sucede lo contrario». La explicación no es tan
simplista como parece. En el fondo de nuestro corazón todos tenemos el mismo
criterio.
El
único miembro de la Academia Sueca que lee en castellano, y muy bien, es el
poeta Artur Lundkvist. Es él quien conoce la obra de nuestros escritores, quien
propone sus candidaturas y quien libra por ellos la batalla secreta. Esto lo ha
convertido, muy a su pesar, en una deidad remota y enigmática, de la cual
depende en cierto modo el destino universal de nuestras letras. Sin embargo, en
la vida real es un anciano juvenil, con un sentido del humor un poco latino, y
con una casa tan modesta que es imposible pensar que de él dependa el destino
de nadie.
Hace
unos años, después de una típica cena sueca en esa casa -con carnes frías y
cerveza caliente-, Lundkvist nos invitó a tomar el café en su biblioteca. Me
quedé asombrado; era increíble encontrar semejante cantidad de libros en
castellano, los mejores y los peores revueltos, y casi todos dedicados poi sus
autores vivos, agonizantes o muertos en la espera. Le pedí permiso al poeta
para leer algunas dedicatorias, y él me lo concedió con una buena sonrisa de
complicidad. La mayoría eran tan afectuosas, y algunas tan directas al corazón,
que a la hora de escribir las mías me pareció que hasta la sola firma resultaba
indiscreta. Complejos que uno tiene, ¡qué carajo!
EL FANTASMA DEL NOBEL 2
Se ha dicho muchas veces
que los más grandes escritores de los últimos ochenta años se murieron sin el
Premio Nobel. Es una exageración, pero no demasiado grande. Leon Tolstoy, cuya
novela Guerra y paz es, sin duda, la más importante en la historia del
género, murió en 1910, a la edad muy nobiliaria de 82 años, cuando ya el Premio
Nobel se había adjudicado diez veces. Su libro magistral llevaba ya 4.5 años de
gloria, con numerosas traducciones y reimpresiones en el mundo entero, y ningún
crítico dudaba de que estaba destinado a existir para siempre.En cambio, de los
diez escritores que obtuvieron el Premio Nobel mientras Tolstoy vivía, el único
que permanece vivo en la memoria es el inglés Rudyard Kipling. El primero que
lo obtuvo fue el francés Sully Prudhomme, que era muy famoso en su
tiempo, pero cuyos libros no se encuentran ahora, sino en librerías muy
especializadas. Más aún, si uno busca su nombre en un diccionario francés, se
encuentra con una definición previa que parece una mala jugada del destino:
«Prototipo moderno de la nulidad satisfecha y la trivialidad magistral». Otro
de los diez primeros laureados fue el polaco Henryck Sienkiewicz, que se había
colado de contrabando en la gloria con su ladrillo inmortal, Quo Vadis.
Otro había sido Federico Mistral, un poeta provenzal que escribió en su lengua
vernácula y que tuvo el triste honor de compartir el premio con uno de los
dramaturgos más deplorables que parió la madre España: don José Echegaray,
ilustre matemático a quien Dios tenga en su santo reino.
En los dieciséis años
siguientes murieron sin obtener el premio otros cinco de los grandes escritores
de todos los tiempos: Henry James, en 1916; Marcel Proust, en 1922; Franz
Kafka, en 1924; Joseph Conrad, en el mismo año, y Rainer Maria Rilke, en 1926.
También durante esos años estaban sentados en el escaño de los genios nadie
menos G. K. Chesterton, que murió sin su premio en 1936, y James Joyce, que
murió en 1941, cuando su Ulysses había cambiado el curso de la novela en
el mundo, diecinueve años después de su publicación.
En cambio, de los catorce
autores que lo obtuvieron en esa mala época, sólo cuatro perduran: el inglés
Maurice Maeterlink, los franceses Romain Rolland y Anatole France, y el
irlandés George Bernard Shaw. El indio Rabindranat Tagore, a quien debemos
tantas lágrimas de caramelo, fue arrastrado por los vientos de la justicia del
carajo. Knut Hamsun, el noruego que obtuvo el premio en 1920 en el apogeo de la
gloria, ha corrido la misma suerte, aunque menos merecida. Dos años después, la
Academia Sueca sufrió su segundo accidente mortal en lengua castellana: el
inefable don Jacinto Benavente, a quien Dios tenga lo más cerca posible de don
José Echegaray hasta el fin de los siglos. Con mayores o menos méritos, ninguno
de los premiados de este lapso lo merecieron tanto como los que se murieron
mereciéndolo.
La omisión de Kafka y
Proust es comprensible. En 1917, cuando el Premio Nobel fue compartido por dos
ilustres conocidos en su casa -Karl Gjellerup y Heriryk Pontoppidan-Franz Kafka
tuvo que retirarse de la compañía de seguros donde trabajaba, y murió siete
años después aniquilado por la tuberculosis en un hospital de Viena. La
metamorfosis, su obra maestra, había sido publicada poco antes en una
revista alemana. Sólo en 1926 -como se sabe tal vez demasiado-, su amigo Max
Brod contrarió la voluntad del muerto, y publicó sus dos novelas geniales: El
castillo y El proceso. Ese año le concedieron el Premio Nobel a la
italiana Grazia Deledda, quien vivió todavía diez años más para creerlo.
La dudosa justicia
También Marcel Proust murió
sin conocer su gloria. En 1916, el primer tomo de su obra máxima había sido
rechazado por varios editores, y entre ellos Gallimard, por decisión de su
consejero literario, André Gide, quien por cierto había de ser el muy justo
Premio Nobel de 1947. Fue publicado más tarde por cuenta del propio autor.
Luego, en 1919, publicó el segundo volumen -A la sombra de las
muchachas en flor-, que le valió un prestigio inmediato, y la distinción
mayor de las letras francesas: el Premio Goncourt. Pero hay que ser justos:
sólo un poder adivinatorio real hubiera podido prever lo que sería el
espléndido monumento literario de este siglo: A la búsqueda del tiempo
perdido, sólo publicada en su totalidad después de la muerte del autor.
En la misma conversación
que cité aquí ayer, Graham Greene me dijo que sus dos influencias decisivas
habían sido las de Henry James y Joseph Conrad, ambos considerados en vida como
dos clásicos de la lengua inglesa. El año en que muríó Henry James, el Premio
Nobel fue el sueco Verner V. Heldenstam. El año en que murió Conrad lo fue otro
escritor nacido en Polonia -como él-: Wladyslaw Reymont. Ninguno de los dos era
un genio oculto, como sin duda lo son el griego Giorgios Seferis, premiado en
1963, y el norteamericano Isaac B. Singer, premiado en 1978.
Al contrario de Kafka y de
Proust, Conrad había vivido su gloria. Había publicado dieciséis novelas y
numerosos cuentos, la mayoría de ellos magistrales; estaba reconocido como uno
de los más grandes escritores de su tiempo y se había dado el lujo de rechazar
el título de caballero del imperio, británico. Acababa de cumplir 67 años, que
entonces era una buena edad para morirse tranquilo.
Marie Curie obtuvo el
Premio Nobel de Física en 1903, compartido con su esposo Pierre, y obtuvo,
luego, el de Química, ella sola, en 1911. También el norteamericano John
Bardeem compartió el premio de Física en 1956, por descubrir los efectos del
transistor, y volvió a compartirlo en 1972, por su aporte al desarrollo de la
teoría de la superconductividad. Por último, el profesor Linus Carl Pauling,
que obtuvo el premio de Química en 1954, repitió con el de la Paz en 1962.
Einstein, en cambio, mereció dos veces el premio de Física, y sólo se lo dieron
una vez. Los encargados de adjudicarlo fueron previsivos: temiendo que la
teoría de la relatividad resultara falsa, le concedieron el premio por el
descubrimiento de la ley de los fenómenos fotoeléctricos.
La Academia Sueca no
incurre en jesas frivolidades. Al contrario: si una virtud hay que reconocerle
es su carácter drástico. No tiene miedo de equivocarse -y se equivoca mucho,
por supuesto-, concede el premio una sola vez por una obra de toda la vida, y
parece considerar que quien es bueno en una ciencia no puede serlo también en
el arte de las letras. La única inconsecuencia en que ha incurrido -y tal vez
no lo vuelva a hacer- fue adjudicar un premio póstumo, en 1931, al poeta más
popular de Suecia, Erik Axel Karlfeldt, que había muerto seis meses antes. Más
raro aun: Karlfeldt había declinado el premio en 1918, y en consecuencia fue
declarado desierto ese año. Uno no se explica entonces por qué no se hizo lo
mismo cuando lo rechazaron Boris Pasternak, en 1958, y Jean Paul Sartre, en
1964, sino que se les siguió considerando premiados contra su voluntad.
En todo caso, una
superstición muy difundida entre escritores pretende que el Premio Nobel de
Literatura es siempre un homenaje póstumo: de 75 premiados, sólo doce están
vivos. Conozco varios escritores grandes que por estos días no sienten la
ansiedad de Borges, sino todo lo contrario, un terror metafísico, porque cada
vez prospera más la creencia de que nadie sobrevive siete años al Nobel de las
letras. Las estadísticas no lo prueban, pero tampoco lo desmienten: veintidós
han muerto dentro de ese plazo.
El mal ejemplo lo dieron
los primeros. Sully Proudhomme murió seis años después de recibirlo. El alemán
Theodoro Mominsen murió al cabo de un año. El noruego Bjornstjierne Bjiornson
murió a los siete años. El récord del primer decenio lo batió el poeta
italiano Giosué Carducci, que recibió el Premio Nobel en noviembre de 1906 y
murió en febrero del año siguiente. Sin embargo, el récord actual lo
conserva el gran poeta inglés John Galsworthy, quien recibió el premio en 1932
y murió sesenta días después del hecho.
Quienes no creen en
supersticiones, por supuesto, tienen la explicación lógica: la edad promedio a
que se adjudica el premio es de 64 años, de modo que es una probabilidad
estadística que los premiados mueran dentro de los siete años siguientes. Lo
demuestran por la negativa con los premiados más jóvenes: Rudyard Kipling, el
más joven de todos, que lo recibió a los 42 años, murió a los 76: Sinclair
Lewis, que lo obtuvo a los 45, murió a los 66; Pearl S. Buck, la bien olvidada,
que lo obtuvo a los 46, murió a los 81, y Eugenio O'Neill, que lo recibió a los
48, murió a los 73. La excepción bien triste fue Albert Camus, que obtuvo el
premio a los 44 años, en el esplendor de su gloria y su talento, y murió dos
años después, en el accidente de un automóvil conducido por un destino que tal
vez no era el suyo.
Sin embargo, la vida
siempre encuentra la manera de estar contra la lógica. Para demostrarlo está la
lista de los tres premiados más viejos: el alemán Paul Heyse, con ochenta años;
Bertrand Russell, con 78, y Winston Churchill, con 79. Heyse, que en este caso
es la excepción al revés, murió cuatro años después del premio. Pero Churchill
sobrevivió once años, fumándose una caja de puros y bebiéndose dos botellas de
coñá al día, y Bertrand Russell batió todas las marcas mundiales: murió veinte
años después de recibir el premio, a los 98 años de su edad.
Números misteriosos
El caso más extraño, y
fuera de todo cálculo, fue el de Shmuel Y. Agnon y Nelly Sachs, que
compartieron el premio en 1966. Agnon había nacido en la India en 1888, pero
emigró a Israel con su familia, y adquirió la nacionalidad israelí. Fue, sin
duda, el más grande novelista hebreo. Nelly Sachs, que fue una gran póeta y muy
buena autora de teatro, había nacido en Berlín en 1891, también en el seno de
una familia hebrea, pero conservó siempre la nacionalidad alemana. Al principio
de la segunda guerra mundial escapó de la persecución nazi y se radicó en
Suecia. El 17 de febrero de 1970, a la edad de 82 años, Agnon murió en
Jerusalén, cuatro años después de recibir el Premio Nobel. Ochenta y cuatro
días después, el 12 de mayo, y a los setenta años de su edad, Nelly Sachs murió
en Estocolmo.
Jean Paul Sartre no dió
nunca ninguna muestra de creer en estos misterios de los números. Salvo una;
cuando un periodista le preguntó si estaba arrepentido de haber rechazado el
Premio Nobel, contestó: «Al contrario, eso me salvó la vida.» Lo inquietante es
que murió seis meses después de decirlo.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
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