Por: Byung-Chul Han
Hoy se habla mucho de autenticidad. Como toda publicidad del neoliberalismo, se presenta con un atavío emancipador. Ser auténtico significa haberse liberado de pautas de expresión y de conducta preconfiguradas e impuestas desde fuera. De ella viene el imperativo de ser igual solo a sí mismo, de definirse únicamente por sí mismo, es más, de ser autor y creador de sí mismo.
El imperativo de autenticidad desarrolla una obligación para consigo mismo, una coerción a cuestionarse permanentemente a sí mismo, a vigilarse a sí mismo, a estar al acecho de sí mismo, a asediarse a sí mismo. Con ello intensifica la referencia narcisista.
El imperativo de autenticidad fuerza al yo a producirse a sí mismo. En último término, la autenticidad es la forma neoliberal de producción del yo. Convierte a cada uno en productor de sí mismo. El yo como empresario de sí mismo se produce, se representa y se ofrece como mercancía. La autenticidad es un argumento de venta.
El esfuerzo por ser auténtico y por no asemejarse a nadie más que a sí mismo desencadena una comparación permanente con los demás. La lógica de comparar igualando provoca que la alteridad se trueque en igualdad. Así es como la autenticidad de la alteridad consolida la conformidad social. Solo consiente aquellas diferencias que son conformes al sistema, es decir, la diversidad. Como término neoliberal, la diversidad es un recurso que se puede explotar. De esta manera se opone a la alteridad, que es reacia a todo aprovechamiento económico.
Hoy todo el mundo quiere ser distinto a los demás. Pero en esta voluntad de ser distinto prosigue lo igual. Aquí nos hallamos ante una conformidad potenciada. La igualdad se afirma por medio de la alteridad. La autenticidad de la alteridad impone la conformidad incluso de manera más eficiente que la homologación represiva. Esta es mucho más frágil que aquella.
Sócrates sus discípulos que lo aman lo llaman atopos. El otro a quien deseo está desubicado. No tolera ninguna comparación. En Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes escribe sobre la atopía del otro: «Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe, mortificante ». Como objeto de deseo, Sócrates es incomparable y singular. La singularidad es algo totalmente distinto que la autenticidad. La autenticidad presupone la comparabilidad. Quien es auténtico, es distinto a los demás. Pero Sócrates es atopos, incomparable. No solo es distinto a los demás, es distinto de todo lo que es distinto a los demás.
La cultura de la constante comparación igualatoria no consiente ninguna negatividad del atopos. Todo lo vuelve comparable, es decir, igual. Con ello resulta imposible la experiencia del otro atópico. La sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad atópica en favor de las diferencias consumibles, heterotópicas. Frente a la alteridad atópica, la diferencia es una positividad. El terror de la autenticidad como forma neoliberal de producción y de consumo elimina la alteridad atópica. La negatividad de lo completamente distinto cede a la positividad de lo igual, de lo otro que es igual.
Como estrategia neoliberal de producción, la autenticidad genera diferencias comercializables. Con ello multiplica la pluralidad de las mercancías con las que se materializa la autenticidad. Los individuos expresan su autenticidad sobre todo mediante el consumo.
El imperativo de la autenticidad no conduce a la formación de un individuo autónomo y soberano. Lo que sucede es, más bien, que el comercio lo acapara por completo. El imperativo de la autenticidad engendra una coerción narcisista. No es lo mismo el narcisismo que el sano amor a sí mismo, que no tiene nada de patológico. No excluye el amor al otro. El narcisista, por el contrario, es ciego a la hora de ver al otro. Al otro se lo retuerce hasta que el ego se reconoce en él. El sujeto narcisista solo percibe el mundo en las matizaciones de sí mismo. La consecuencia fatal de ello es que el otro desaparece. La frontera entre el yo y el otro se difumina. Difundiéndose el yo, se vuelve difuso. El yo se ahoga en sí mismo. Un yo estable, por el contrario, solo surge en presencia del otro. La autorreferencia excesiva y narcisista, por el contrario, genera una sensación de vacío.
Hoy, las energías libidinosas se invierten sobre todo en el yo. La acumulación narcisista de libido hacia el yo conduce a una eliminación de la libido dirigida al objeto, es decir, de la libido que contiene el objeto. La libido hacia el objeto crea un vínculo con él que, como contrapartida, da estabilidad al yo. La acumulación narcisista de libido hacia el yo pone enfermo. Genera sentimientos negativos como el miedo, la vergüenza, la culpa y el vacío:
“Pero muy diverso es el caso cuando un determinado proceso, muy violento, es el que obliga a quitar la libido de los objetos. La libido, convertida en narcisista, no puede entonces hallar el camino de regreso hacia los objetos, y es este obstáculo a su movilidad lo que pasa a ser patógeno. Parece que la acumulación de la libido narcisista no se tolera más allá de cierta medida” .
El miedo surge cuando ya no quedan objetos a los que pueda dirigirse la libido. A causa de ello el mundo se vuelve vacío y carente de sentido. Como faltan vinculaciones con los objetos, el yo es rechazado de vuelta hacia sí mismo. Se quebranta al topar consigo mismo. La depresión se explica en función de una acumulación narcisista de libido hacia sí mismo.
Freud aplica su teoría de la libido incluso a la biología. Las células que solo se comportan de manera narcisista, a las cuales les falta el eros, resultan peligrosas para la supervivencia del organismo. Para la supervivencia de las células se necesitan también aquellas otras que se comportan de manera altruista o que incluso se sacrifican por otras:
“Quizá habría que declarar narcisistas, en este mismo sentido, a las células de los neoplasmas malignos que destruyen el organismo; en efecto, la patología está preparada para considerar congénitos sus gérmenes y atribuirles propiedades embrionarias. De tal suerte, la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el eros de los poetas y filósofos, el eros que cohesiona todo lo viviente “.
El eros es lo único que da vida al organismo. Eso se puede decir también de la sociedad. El narcisismo exagerado la desestabiliza.
Esa falta de autoestima que es la causante de autolesiones, lo que se da en llamar conducta autolesiva, apunta a una crisis general de gratificación en nuestra sociedad. Yo no puedo producir por mí mismo el sentimiento de autoestima. En efecto, el otro me resulta imprescindible en cuanto instancia de gratificación que me ama, me encomia, me reconoce y me aprecia. El aislamiento narcisista del hombre, la instrumentalización del otro y la competencia total destruyen el clima de gratificación. Desaparece la mirada que confirma y reconoce. Para una autoestima estable me resulta imprescindible la noción de que soy importante para otros, que hay otros que me aman. Esa noción podrá ser difusa, pero es indispensable para la sensación de ser importante. Precisamente esta falta de sensación de ser es la causante de las autolesiones. La conducta autolesiva no solo es un ritual de autocastigo por esas insuficiencias propias que son tan típicas de la actual sociedad del rendimiento y la optimización, también viene a ser un grito demandando amor.
La sensación de vacío es un síntoma fundamental de la depresión y del trastorno límite de la personalidad o borderline. A menudo, quienes padecen trastorno límite de la personalidad no están en condiciones de sentirse a sí mismos. En general, solo cuando se autolesionan sienten algo. El sujeto que tras verse obligado a aportar rendimientos se vuelve depresivo representa para sí mismo una carga muy pesada. Está cansado de sí mismo. Totalmente incapaz de liberarse de sí, se obsesiona consigo mismo, lo cual conduce paradójicamente al vaciamiento y a la merma del yo. Encapsulado y atrapado en sí mismo, pierde toda relación con lo distinto. Yo me puedo tocar a mí mismo, pero solo me siento a mí mismo gracias al contacto con el otro. El otro es constitutivo de la formación de un yo estable.
De la sociedad actual es característica la eliminación de toda negatividad. Todo se pulimenta y satina. Incluso la comunicación se satina hasta convertirla en un intercambio de complacencias. A sentimientos negativos como el duelo se les deniega todo lenguaje, toda expresión. Se evita toda forma de vulneración a cargo de otros, pero luego resurge como autolesión. También aquí se confirma esa lógica universal de que la expulsión de la negatividad de lo distinto acarrea un proceso de autodestrucción.
Según Alain Ehrenberg, el éxito de la depresión se basa en la pérdida de la relación con el conflicto. La actual cultura del rendimiento y la optimización no tolera que se invierta trabajo en un conflicto, pues tal trabajo requiere mucho tiempo. El actual sujeto que se ve obligado a aportar rendimientos solo conoce dos estados: funcionar o fracasar. En ello se asemeja a las máquinas. Tampoco las máquinas conocen ningún conflicto: o bien funcionan impecablemente, o bien están estropeadas. Los conflictos no son destructivos. Muestran un aspecto constructivo. Las relaciones e identidades estables solo surgen de los conflictos. La persona crece y madura trabajando en los conflictos. Lo seductor de la conducta autolesiva es que elimina rápidamente tensiones destructivas acumuladas sin invertir en el conflicto ese trabajo que tanto tiempo requiere. La rápida descarga de tensión se atribuye a procesos químicos. El propio organismo segrega drogas corporales. Su modo de funcionamiento se asemeja al de los antidepresivos. También los antidepresivos reprimen los estados conflictivos y hacen que aquel sujeto que por verse obligado a aportar rendimientos había caído en depresiones sea rápidamente capaz de funcionar de nuevo.
La adicción a los selfies no tiene mucho que ver con el sano amor a sí mismo: no es otra cosa que la marcha en vacío de un yo narcisista que se ha quedado solo. En vista del vacío interior uno trata en vano de producirse a sí mismo. Pero lo único que se reproduce es el vacío. Los selfies son el yo en formas vacías. La adicción a los selfies intensifica la sensación de vacío. Lo que lleva a tal adicción no es el sano amor a sí mismo, sino una autorreferencia narcisista. Los selfies son bellas superficies lisas y satinadas de un yo vaciado y que se siente inseguro. Para escapar del atormentante vacío hoy se echa mano o bien de la cuchilla de afeitar o bien del Smartphone. Los selfies son superficies lisas y satinadas que ocultan por breve tiempo el yo vacío. Pero si se les da la vuelta, uno se topa con reversos recubiertos de heridas y sangrantes. Las heridas son el reverso de los selfies.
¿Podría ser que el atentado suicida fuera el perverso intento de sentirse a sí mismo, de restablecer la autoestima destruida, de eliminar el apesadumbrante vacío a base de bombas o de disparos? ¿Se podría comparar la psicología del terror con la del selfie y la de la autolesión, que también arremeten contra el yo vacío? ¿Podría ser que los terroristas compartieran el mismo cuadro psíquico de los adolescentes que se autolesionan, es decir, que dirigen su agresión contra sí mismos? Como es sabido, los adolescentes varones, a diferencia de las adolescentes, dirigen su agresión hacia fuera, hacia otros. El atentado suicida sería entonces una acción paradójica en la que coincidirían la autoagresión y la agresión a otro, la autoproducción y la autodestrucción, una agresión potenciada que, sin embargo, se imagina al mismo tiempo como un selfie de última generación. El pulsado del botón que hace que la bomba estalle se asemeja al pulsado del disparador de la cámara de fotos. Los terroristas habitan en lo imaginario, porque la realidad, que está hecha de discriminación y desesperanza, ya no merece la pena ser vivida. La realidad les rehúsa toda gratificación. Así, se acogen a Dios como instancia imaginaria de gratificación, y además están por completo seguros de que, inmediatamente después de su acto, su foto circulará en masa por los medios como si fuera una especie de selfie. El terrorista es un Narciso con un cinturón detonante que lo hace particularmente auténtico. No deja de tener razón Karl-Heinz Bohrer cuando, en su ensayo Autenticidad y terror, constata que el terrorismo es un acto último de autenticida.
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