Algún día Ana escuchó de su
hermano:Después de su muerte esperaba que se sembrara un árbol nativo con sus cenizas en el
parque Tayrona de Colombia, lo hizo de manera casual y Ana expresó la misma
voluntad. Esta afirmación premonitoria marcaría los últimos quince días de diciembre del 2015, se había convertido
en una especie de sentencia. Aquel deseo la describía en su totalidad, Ana fue
una mujer comprometida con el universo, convivió en paz con la naturaleza en
medio de las complicaciones propias de la sociedad de consumo, nunca permitió sesgos frente a esta posición.
Las cenizas de una persona
sintetizan en esencia lo efímero que somos y la grandeza de la vida en la finitud implacable. Más cuando de manera súbita una enfermedad nos arrebata a
alguien con la que compartimos absolutamente todo. Hablar de vacío, de
ausencia, de derrota o de duelo no es suficiente. El sentimiento de impotencia
es absoluto y empezamos a sentir que realmente estamos de paso, esta no es
una frase de cajón, es un hecho nuestra decisión cuenta muy poco respecto a la hora de partida.
Salí junto con mis tres
hijos, Mariana, Santiago, Isabella, la madre de Ana, Ana Emilia y el tío Hugo
el 21 de Diciembre hacía el parque Tayrona en un bus moderno vía Caucasia hacía
la Sierra Nevada. Íbamos exactamente a la zona conocida como Minca, cerca de
Santa Marta, que hace parte de la parte baja del Tayrona, por la salida de Santa Marta a la
Guajira.
El viaje desde que Salimos
se convirtió en una reflexión sobre la vida, sobre la pareja, la familia y por
supuesto sobre la soledad. Allí nos encontraríamos con su Hermano Jorge, el
propósito era darle cumplimiento a un deseo de Ana sagrado para todos.
Cuando uno ha tenido en sus
manos las cenizas de una persona a la que amó profundamente, con la que
compartió los últimos 18 años de su vida, cuando sabe que en esa pequeña caja
esta todo lo que fue desde la perspectiva física, comprende la grandeza de la existencia,
del espíritu, la capacidad creadora del ser, de la conciencia, el
privilegio que significa vivir y paradójicamente lo vulnerable que somos.
Bamville, el escritor Irlandes dice, “que uno no recuerda sino que uno
inventa”, que el recuerdo siempre es una invención. Pienso que puedo decir sin
temor a equivocarme que Ana nunca fue inferior a sus principios y a la
dimensión ética de su vida. Fue
sencilla, leal y profundamente religiosa, pero en esencia libre-pensadora,
respetaba las posiciones del otro sin ningún sentimiento de manipulación o
indiferencia, lo hacía con absoluta tolerancia. Nunca conocí una persona que
supiera escuchar con tanto respeto como ella. Difícil encontrar una
interlocutora de tanta calidad.
El viaje, me llenó de
temores, por lo que pensaran mis hijos, por eso que llamamos catarsis, por
nuestro futuro, por el sufrimiento de la madre de Ana, quien aun no comprende que
pasó ni menos como se dio este desenlace fatal, de tanta trascendencia en su
existencia. Fueron más los silencios que las palabras, el respeto, cierta
incomprensión e impotencia, como una especie de fragilidad expuesta.
Cuando llegamos, al
principio nadie habló del motivo del viaje, durante dos días, frente al
inconmensurable impacto del aroma vegetal que nos rodeaba, de una selva
exuberante y arrogante, actuábamos sin citar la razón fundamental de nuestra
estadía en este sitio, tal vez extasiados por tanta belleza, regocijados por el
encuentro con Jorge, su esposa una Holandesa hermosa e inteligente, su hijo
Inti, un pequeño, de una amabilidad sin
cansancios, lleno de sinceridad y abierto siempre a compartir como un arco
iris.
Mis hijos sufrían en
silencio y muchas veces parecían no entender el viaje, ni menos el lugar, cada
hecho de los últimos seis meses los había asaltado con una precocidad y tragedia
insultante. El dialogo con su tío y conmigo les fue dando la apertura de la
dimensión de nuestro propósito, lo sublime que era cumplirle a su madre y por
este camino a entender sus razones, que se vuelven como guías silenciosas, como
una luz que nos va confirmando que el espíritu de un persona nos acompaña en el
recuerdo y que puede estar vivo por siempre, que de cierta manera nunca morimos.
Mi hijo Santiago había sido
el custodio de las cenizas. Lo hizo con una naturalidad sorprendente, como si
estuviera realmente con su madre, sin matices ni misterios, más bien con una
dulzura admirable. Ahora que le íbamos a cumplir su último deseo pensábamos en
su forma de ser, la manera como asumía sus compromisos, de amar en medio de las
rutinas más simples, de estar, en una compañía a sus hijos permanente, total,
era su razón de ser y de existir. Jorge ya había escogido el sitio donde
sembraríamos el árbol, en el pico de una montaña desde donde se divisiva el
bosque imponente, la ciudad de Santa Marta y parte de la bahía.
Hay actos que requieren un
ritual, cierta solemnidad, subimos hacia la montaña en silencio, como en una
procesión, tal vez cada uno pensaba en Ana a su manera, en lo individual cada relación
siempre es diferente, cada quien tendrá una manera de recordarla y vivirla.
Pensaba que después de este acto había una especie de aceptación sobre su
partida, que la recordaríamos de otra manera, pero que definitivamente ya no la
tendríamos más. Miraba el horizonte mientras Jorge y mi hijo cavaban el sitio
donde se enterraría el árbol junto con sus cenizas. En ese momento sentí su
presencia, su mirada sosegada, sus grandes ojos negros y bellos llenos de
dulzura, la firmeza de carácter, su manera de ser contenida, reservada, la vitalidad
para afrontar lo indecible, el amor inconmensurable por sus hijos. De pronto
Jorge esparcía las cenizas y llenaba de tierra el sitio dejando el arbolito
mirando el horizonte y pensé que ahí estaba Ana en todo su esplendor, con esa
paz que expresaba cuando estaba alegre, con esa sonrisa repentina después de la
frase inteligente que le caracterizaba.
Durante quince días le
visitamos llevándole agua, en lo particular me sentaba a su lado a mirar el
horizonte y a pensar en lo corta que es la vida. Recordé el texto que me hizo
leer mi padre muy joven “De la brevedad de la vida” de Seneca y pensaba en lo
poco conscientes que somos de esta realidad. Regresamos el primero de enero,
con la tranquilidad que nos brindaba los últimos días, siempre
meditando sobre lo que será nuestra vida en adelante. Estos fueron los hechos que marcaron el último
Adiós a Ana.
2 comentarios:
Apreciado Cesar Hernando:
Luego de leer el artículo de tu blog, me senté y escribí el siguiente soneto; cuando se conoce la calidad de la persona que nos deja para siempre, las palabras faltan, y solamente queda la soledad, la cual hay que volverla amiga del alma, porque se convierte en el recuerdo perenne.
ESTUVO ATADA
¡Oh naturaleza perpetua y amada!
¡Oh, la Sierra Nevada de Santa Marta!
Mi ceniza para árbol será aliada,
Cuando mi familia abra, última carta.
Cuál cenizario, sino tu propia cumbre,
Sierra Nevada, mantendrá mi recuerdo
Sembrado en la montaña como lumbre,
Pues mi última voluntad fue el acuerdo.
¡Oh soledad, adorada soledad!,
Ya copas ese lugar de mi amada.
Compórtate como ella, con acuidad;
Para poderte amar, como la amé a ella,
Que dejó dentro de mi alma su huella;
Por eso, su vida a mí, estuvo atada.
05 de enero de 2016
Elkin de Jesús Uribe Carvajal
Buenas noches Don César:
Mil gracias por el regalo de compartirme su creación y vivencia, me alegro mucho de haberlo conocido. Qué admirable Usted y su hermosa familia.
Publicar un comentario