El debate sobre la libertad de catedra y el estado no es
nuevo. En los últimos años ha ganado nuevos ámbitos de discusión. Hoy en México
se está dando con mucha vehemencia por las injerencias del presidente quien,
alega las influencias del neoliberalismo en las ciencias sociales en la UNAM,
universidad de reconocido prestigio y la ausencia de visiones más socializantes
que, cuestionen las políticas producto de la globalización y la apertura, en esencia
del libre mercado. Por fuera de estas variables propias del debate, la autonomía
de las universidades debe prevalecer y el estado debe permitir la libertad de
catedra como presupuesto necesario para el desarrollo de la investigación y de
la ciencia. Este artículo publicado por la revista Letras Libres, es un punto
de partida para el debate que espero tenga más ópticas y puntos de vista. CESAR
HERNANDO BUSTAMANTE
Por
Francisco Valdés Ugalde
29
octubre 2021
Desde los años universitarios del presidente, las ciencias
sociales han cambiado de forma radical: cayó el bloque soviético y la
democracia liberal es preferida como sistema de gobierno. En la UNAM se debate
y critica toda forma de pensamiento único.
Más que a menudo, la razón de Estado ha querido avasallar la
libertad de pensamiento y, en particular, la que critica su sinrazón y el poder
en que se afianza. Hoy vemos dirigir la virulencia de ese vicio del poder
contra la UNAM desde la investidura presidencial.
El presidente de la República ha lanzado acusaciones contra
esa universidad e insistido en que debe recibir una “sacudida”. Las acusaciones
se concentran en la supuesta complicidad de la institución con el
neoliberalismo y la sacudida la produce, por ahora, él mismo con sus
declaraciones. Entre sus afirmaciones más recientes está una particularmente
inexacta: que las ciencias sociales en la UNAM y sus facultades se “llenaron de
conservadores”. Al ser imposible profundizar en lo que quiso o quiere decir el
presidente, dada la inaccesibilidad de su tribuna, convienen algunas
reflexiones.
Las ciencias sociales han cambiado radicalmente de cuando él
estudió la licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
(ingresó en 1973 y se tituló en 1987) al momento actual. Las ciencias sociales
en el mundo y en México en particular están marcadas por dos acontecimientos
fundamentales de nuestro tiempo que se les imponen como parámetros ineludibles:
el derrumbe del comunismo soviético y la preferencia dominante de la humanidad
por la democracia liberal como sistema de gobierno.
Me atrevo a decir que ambos eventos también impactaron el
mundo de las ciencias naturales y su enseñanza, así como el papel de la
universidad internacionalmente. Basta observar cómo las ciencias que habían
estado comprometidas con la carrera armamentista de la guerra fría pasaron a
una etapa de desarrollo exponencial de globalización y crecimiento del
conocimiento científico-técnico poco menos que asombroso, aunque no exento, por
cierto, de raíces bélicas, como lo ha sido siempre en la historia de la
civilización.
Las ciencias sociales, particularmente aquellas que abrevaban
de forma directa o indirecta del pensamiento marxista, se enfrentaron
necesariamente a revisión y autocrítica para encontrar de nuevo fundamentos
epistémicos y ontológicos con los que encarar un mundo que es irreconocible
bajo las ópticas previas y un futuro imposible de conciliar con la utopía que
brotaba de esa fuente: el socialismo como “superación” del capitalismo y
transición al comunismo. Esa tradición había quebrado desde sus inicios. Los
escritos del último Engels y del Kautsky de madurez dieron la razón a la
socialdemocracia, y la evolución “teórica” del leninismo como interpretación
del marxismo condujo al estalinismo porque contenía en su seno los fundamentos
epistémicos que lo hicieron posible, en particular, debido a la degradación
dogmática (y supuestamente “científica”) de la democracia a “dictadura de la
burguesía” y el mandato igualmente siniestro de que debía ser trocada por la
“dictadura del proletariado”.
En las ciencias sociales que solía practicar la izquierda
biempensante antes de la caída del Muro de Berlín, el comunismo soviético se
impuso como un verdadero obstáculo epistemológico, mientras que otras ramas del
conocimiento científico social se desarrollaron con mayor soltura (la teoría de
la elección social, la economía del bienestar, la antropología, la teoría de
los sistemas complejos, la teoría de la información, entre otras) y ofrecieron
desafíos que aquellas no dejarían caber en sus repertorios.
Pasado el siglo que arrancó con esos debates, el derrumbe del
imperio soviético ocurrió por su inviabilidad endógena, deliberadamente
agudizada por Estados Unidos al conseguir la supremacía militar en la última
etapa de la guerra fría. Desde el interior del comunismo soviético se desataron
fuerzas sociales y políticas que clamaban por la democracia y denunciaban la
dominación totalitaria de las nomenclaturas de los partidos comunistas como una
opresión sin precedentes (cuyas cenizas siguen humeando en China y en Cuba).
Antes, en Europa, sobre todo en Francia, Italia y España, se desarrolló con
éxito una nueva visión de la realidad y del futuro posible (y deseable) gracias
al eurocomunismo y a los partidos socialdemócratas. En el pensamiento
económico, social y político aparecieron corrientes nuevas que aún se sostienen
en algunos de los pilares de esa tradición bajo la forma de marxismo analítico,
y que proponen una reformulación aún más drástica de las tesis originales de
Marx y Engels, si bien conservan su pregunta original: ¿es posible llegar a un
estado de cosas en que el ser humano se desprenda de la necesidad?
Sin detenerme en la minucia de esos acontecimientos, que
merecen tratarse por separado, el impacto que han tenido en las ciencias
sociales ha sido fulminante: deslegitimaron la práctica de la crítica y la
crítica de la práctica que se hace desde el lugar autodefinido de un oráculo
basado en el supuesto de una ciencia exterior al pensamiento ordinario de la
gente (el “socialismo científico”), al que liberaría, en una epifanía, de la
enajenación. Además, llevaron a la formación de un campo alternativo que
reconoce la siguiente premisa: el marxismo carece de los fundamentos necesarios
–que presume tener– para encarar el mundo, y si algo le sobrevive es la
indignación moral ante la milenaria injusticia que practican los seres humanos
entre sí y que Marx plasmó magistralmente en su obra.
Más allá de la indignación, hoy estamos obligados a entender
los mecanismos detrás de la injusticia y a ofrecer maneras innovadoras de
trascenderla. A esta premisa le acompaña otra: si la injusticia puede ser
trascendida, no podrá ser mediante la injusticia misma, es decir, mediante la
supresión de las libertades y conquistas sociales que han sido posibles en el
orden liberal, sino solamente a partir de él, y sin apelación a una razón
superior al lenguaje ordinario de los hombres.
En otras palabras, ningún proyecto político que pretenda
hegemonía sobre las capacidades plenas de libertad de expresión y deliberación
puede ser legítimo. La democracia es un medio y un fin en constante desarrollo,
y las ciencias sociales tienen el deber de investigar sus condiciones y la
forma en que pueden incorporarse a ella los procesos de decisión que conduzcan
a verdaderas alternativas para superar los males de las sociedades realmente
existentes (es decir, las capitalistas, porque no hay otras, solo variantes de
ellas). El futuro, por ende, no deviene (solo) de la teoría ni de la fuerza
ciega de la historia, sino de la práctica de la libertad, que no debe tener
otro límite que las reglas de la democracia política.
Esta fuerte corriente en las ciencias sociales puso en
cuestión el viejo proyecto de “cambio revolucionario” al reconocer la evidencia
histórica de que en la democracia es posible modificar el orden económico y
social sin recurrir a la violencia ni a la dictadura que necesariamente les
sigue. Las revoluciones son, así, fenómenos que ocurren, tragedias gloriosas si
se quiere, pero no un expediente necesario per se. Dicho sea de paso, otro
tanto le ocurre, de manera menos reconocida, al gramscismo, cuya fidelidad
leninista lo hace naturalmente inviable en condiciones de libertad de decisión
democrática.
En la corriente de política económica dominante desde hace 40
años, el vituperado neoliberalismo no es otra cosa que el más adecuadamente
llamado fundamentalismo de mercado. Si, por el contrario, se estudia el
pensamiento económico en otras de sus vertientes, como por ejemplo la del
institucionalismo histórico, puede observarse que siempre se reconoce y se
reclama la función del Estado en sus formas de “libertad positiva”, para
decirlo en palabras de Isaiah Berlin. En la vulgata antineoliberal se confunde
este fundamentalismo de mercado con todo lo que le ha acompañado sin necesariamente
originarse en él, incluida la democracia como forma de gobierno. La trágica
consecuencia de esta vulgata no hace más que tirar al basurero el sistema
nervioso del cambio político no violento. De ahí que decir “democracia
neoliberal” no es sino una aberración intelectual, por más que distinguidos
académicos hayan usado la expresión para designar sociedades en que, no obstante,
la democracia, se haya impuesto el fundamentalismo de mercado.
Por lo demás, abunda la investigación empírica que ha
examinado sociedades que, precisamente gracias a la presencia de sistemas
político-culturales democráticos, han cambiado sus condiciones de desigualdad y
establecidos sistemas de bienestar que ya hubieran querido en los países ex
socialistas. A esos países, los escandinavos, se ha referido en no pocas
ocasiones el presidente López Obrador.
Indudablemente, las ciencias sociales que colocan los valores
de la democracia en el centro de su quehacer conviven en la universidad con
otras corrientes que quieren recuperar –en vano, creo yo– el carácter
revolucionario y antisistémico del conocimiento social de modo holístico, y
fundan su visión de la sociedad futura –su utopía– en un determinismo dogmático
y carente de base científica que, aun así, les permite afirmar falsamente que
con toda certidumbre es posible desterrar el capitalismo y fundar un orden
superior. Los resultados son tan lamentables como la misma pobreza de sus
fundamentos teóricos e intelectuales: ahí están de muestra Cuba, Venezuela y
Nicaragua. Por cierto, una de estas corrientes tiene un bastión relevante en el
Foro de São Paulo.
Es la UNAM la universidad donde más investigación y docencia
se ha hecho para evidenciar los errores del fundamentalismo de mercado y en la
que más se ha examinado el pensamiento y las políticas neoliberales. Esto se
puede demostrar bibliográficamente sin problema alguno. Pero no olvidemos que
es también una de las universidades en las que se da el debate y la crítica de
toda forma de pensamiento único al que aludo aquí. Me temo que el presidente
olvida que un Estado verdaderamente democrático no puede reclamar como
intrínseca a sí mismo ninguna doctrina filosófica o científica, porque al
hacerlo dejan de ser ciencia o filosofía para volverse razón de Estado. Ese ha
sido uno de los errores más graves del neoliberalismo, como ha sido el caso con
otras doctrinas económicas impuestas desde el poder político, entre ellas el
marxismo. Y ni hablemos de las doctrinas religiosas. Así pues, debemos decir un
nunca más a la razón de Estado desde las ciencias sociales y las humanidades.
Por supuesto que otra cosa sería hablar de las reformas que
necesita la Universidad, pero eso no se puede hacer si el terreno de juego no
está sembrado de buena voluntad. En rigor, la decencia política obliga a reconocer
qué instituciones, además de la universidad, han fallado en sufragar el
currículo para elevar la instrucción del pueblo. Si así fuera, bienvenido el
debate.
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