Este es el prólogo publicado por el escritor colombiano en 1988 para el
libro-reportaje del periodista italiano Gianni Mina sobre Fidel Castro.
Publicado en exclusiva en Colombia hace 20 años por El Espectador.
Refiriéndose
a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una
gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: ‘Cómo hablará ese hombre, que
habla más que yo’. Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una
exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien
más adicto que él al hábito de la conversación. Su devoción por la palabra es
casi mágica. Al principio de la Revolución, apenas una semana después de su
entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete
horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no
familiarizados con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla
al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con
un oído en sus asuntos y otro en el discurso. Yo había llegado el día anterior
con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlos en el cuatro
del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que
nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en
las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que
salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En toda la
noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin haber perdido una
palabra.
Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro
por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la
fragilidad de su voz. Una voz afónica que a veces parecía sin aliento. Un
médico que lo escuchaba hizo una disertación tremendista sobre la naturaleza de
esos quebrantos, y concluyó que aun sin discursos amazónicos como el de aquel
día, Fidel Castro estaba condenado a quedarse sin voz antes de cinco años. Poco
después, en agosto de 1962, el pronóstico pareció dar su primera señal de
alarma, cuando se quedó mudo después de anunciar en un discurso la
nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance
transitorio que no se repitió. Han transcurrido 26 años desde entonces, Fidel
Castro acaba de cumplir sesenta y uno, y su voz parece todavía tan incierta
como siempre, pero continúa siendo su instrumento más útil e irresistible para
el muy delicado oficio de la palabra hablada.
Tres horas son para él un buen promedio de una conversación
ordinaria. Y de tres en tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no
es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar
los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin
estruendos de motocicletas, deslizándose a altas horas de la madrugada por las
avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha
surgido la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e
informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvela r a sus
visitados hasta el amanecer.
Algo de eso era cierto al principio de la revolución, cuando aún
arrastraba los hábitos de la Sierra Maestra. No solo por la extensión de sus
discursos, sino porque no tenía un domicilio cierto, ni tuvo una oficina
durante más de quince años, ni tenía horas fijas para nada. La sede de gobierno
estaba donde estuviera él, y el poder mismo estaba sometido a los azares de su
errancia. Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos,
donde lo derribaba el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis
horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada
día. Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las
siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de
rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, done hay un
escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un
estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde
tratados de hidroponía hasta novelas de amor. De media caja de puros que se
fumaba en un día pasó a la abstinencia absoluta, sólo por tener autoridad moral
para combatir el tabaquismo, en un país donde Cristóbal Colón descubrió el
tabaco, y que deriva de él buena parte de sus recursos.
Su facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a
imponerse una dieta perpetua. Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los
grandes, y es un cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar
con una especie de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un
almuerzo en forma, se tomó dieciocho bolas de helado. Pero en la vida corriente
apenas si prueba un filete de pescado con vegetales hervidos, y más bien cuando
lo vence el hambre que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes
condiciones físicas con varias horas de gimnasia diaria y de natación
frecuente, se restringe a una copita de whisky puro en sorbos casi invisibles,
y ha logrado sobreponerse a su debilidad por los espaguetis que le enseñó a
preparar el primer Nuncio Apostólico de la Revolución, monseñor Cesare Sacchi.
Sus cóleras homéricas pero momentáneas son ahora fábulas del
pasado, y ha aprendido a disolver sus humores oscuros en una paciencia
invisible. Total: una disciplina férrea. Pero de todos modos insuficiente,
porque la escasez de tiempo le sigue imponiendo un horario insólito. Y la
fuerza de su imaginación lo arrastra a lo imprevisto. Con él uno sabe dónde
empieza, pero nunca sabe dónde termina. No es raro que cualquier noche se
encuentre uno volando en un avión con rumbo secreto, apadrinando una boda,
cazando langostas en altamar, o probando los primeros quesos franceses hechos
en Camaguey.
Hace
mucho tiempo dijo: ‘Tan importante como aprender a trabajar es aprender a
descansar’. Pero sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y
algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión
de trabajo casi a la media-noche, con signos visibles de agotamiento, y regresó
en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas.
Las fiestas privadas son contrarias a su carácter, pues es uno
de los raros cubanos que no cantan ni bailan, y las muy pocas a que asiste
cambian de naturaleza cuando él llega. Tal vez él no lo sepa. Tal vez no es
consciente del poder con que se impone su presencia, que parece ocupar de
inmediato todo el ámbito, a pesar de que no es tan alto ni tan corpulento como
parece a primera vista. He visto a los más aplomados perder el dominio frente a
él, extremando la compostura o exagerando el desenfado, sin imaginarse siquiera
que él está tan intimidado como ellos, y tiene que hacer un esfuerzo inicial
para que no lo noten. Siempre he creído que el plural de que se sirve a menudo
para hablar de sus propios actos no es tan mayestático como parece, sino una
licencia poética para encubrir su timidez.
El hecho es que los bailes se imterrumpen, se suspende la
música, se aplaza la cena, y la concurrencia se concentra en torno suyo para
incorporarse a la conversación que entabla de inmediato. Así puede estar hasta
cualquier hora, de pie, sin beber ni comer. A veces, antes de irse a dormir,
toca muy tarde en la casa de un amigo con el cual tiene confianza para entrar
sin anunciarse, y advierte que sólo va por cinco minutos. Lo dice con tanta
sinceridad que ni siquiera se sienta pero poco a poco se va reanimando de pie
con la nueva conversación, y al cabo de un rato se derrumba en un sillón
y estira as piernas, diciendo: ‘Me siento como nuevo’. Así es: fatigado de
conversar, descansa conversando.
Una vez dijo: ‘En mi próxima reencarnación quiero ser escritor’.
De hecho escribe bien y le gusta hacerlo, aun en el automóvil en marcha, y en
unas libretas de apuntes que lleva siempre a mano para anotar cuanto se le
ocurre, inclusive las cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario,
empastadas en plástico azul, que con los años han llegado a ser incontables en
sus archivos privados. Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista
parece tan fácil como la de un escolar. Su modo de escribir parece de un
profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en
los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días,
consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto.
En la década de los sesenta contrajo el hábito de escribir sus
discursos, tan despacio y con tanto vigor, que parecían piezas de relojería.
Pero esa misma virtud lo derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al
leerlos: cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz. En la inmensa
Plaza de la Revolución, ante medio millón de personas se encontró varias veces
como asfixiado por la camisa de fuerza de la letra escrita, y cada vez que
podía se apartaba del texto. En otras ocasiones se encontraba con que sus
mecanógrafos habían cometido un error, y en vez de corregirlo al vuelo
interrumpía la lectura y hacía la enmienda con el bolígrafo tomándose todo su
tiempo. Nunca quedaba satisfecho. A pesar de sus esfuerzos por darles calor y a
pesar de lograrlo en muchos casos, aquellos discursos cautivos le dejaban un
sentimiento de frustración. Pues decían todo lo que querían decir, y quizás lo
decían mejor, pero eliminaban el mejor estímulo de su vida, que es la emoción
del riesgo.
La tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su
medio ecológico perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una
inhibición inicial que muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que
mandó hace unos años pidiéndome participar en algún acto público, me decía:
‘Trata de vencer por una vez tu miedo escénico como tengo que hacerlo yo con
tanta frecuencia’.
Solo en
casos muy eseciales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del bolsillo
sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la vista.
Empieza siempre con voz casi inaudible, de veras entrecortada, avanzando entre
la niebla con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para ir
ganando terreno palmo a palmo, hasta que da una especia de zarpazo y se apodera
de la audiencia. Entonces se establece entre él y su público una corriente de
ida y vuelta que los exalta a ambos y se crea entre ellos una especie de
complicidad dialéctica, y es en esa tensión insoportable donde está la esencia
de su embriaguez. Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y
deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo.
Al principio, los actos públicos empezaban cuando él llegaba, y
esto era tan improbable como la lluvia. Desde hace años llega al minuto exacto,
y la duración del discurso depende de la disposición del auditorio. Pero los
discursos infinitos de los primeros años pertenecen a un pasado que ya se
confunde con leyenda, porque lo mucho que el pueblo debía entender desde el
principio está ya más que explicado, y el mismo estilo de Fidel Castro de ha
hecho más compacto al cabo de tantas jornadas de pedagogía oratoria. Nunca se
le ha oído repetir ninguna de las consignas de cartón piedra de la escolástica
comunista, ni utilizar para nada el dialecto ritual del sistema: un lenguaje
fósil que perdió desde hace mucho tiempo el contacto con la realidad, y
al cual corresponde como anillo al dedo una prensa laudatoria y conmemorativa,
que más parece hecha para ocultar que para difundir. Es el antidogmático por
excelencia, cuya imaginación creativa vive rondando los abismos de la herejía.
Raras veces cita frases ajenas, ni en la conversación ni en la tribuna, salvo
las de José Martí, que es su autor de cabecera. Conoce a fondo los veintiocho
tomos de su obra, y ha tenido el talento de incorporar su ideario al torrente
sanguíneo de una revolución marxista. Pero la esencia de su propio pensamiento
podría estar en la certidumbre de que hacer trabajo de masas es
fundamentalmente ocuparse de los individuos.
Esto podría explicar su confianza absoluta en el contacto
directo. Aún los discursos más difíciles parecen conversatorios casuales, al
estilo de los que sostenía con los estudiantes en los patios de la universidad
al principio de la revolución. De hecho, y sobre todo fuera de La Habana, no es
raro que alguien lo interpele entre la muchedumbre de una manifestación
pública, y que se entable un diálogo a gritos. Tiene un idioma para cada
ocasión, y un modo distinto de persuasión según los distintos interlocutores,
ya sean obreros, campesinos, estudiantes, científicos, políticos, escritores o
visitantes extranjeros. Sabe situarse en el nivel de cada uno, y dispone de una
información vasta y variada que le permite moverse con facilidad en cualquier
medio. Pero su personalidad es tan compleja e imprevisible, que cada quien
puede formarse una imagen distinta de él en un mismo encuentro.
Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con
quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en
este mundo alguien que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota,
aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica
privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no
logra invertir los términos y convertirla en victoria. Pero sea lo que sea, y
donde sea, todo ocurre en el ámbito de una conversación inagotable.
El tema puede ser cualquiera, según el interés del auditorio,
pero a menudo ocurre lo contrario: es él quien lleva un mismo tema a todos los
auditorios. Esto suele ocurrir en las épocas en que está explorando una idea
que lo asedia, y nadie puede ser más obsesivo que él cuando se ha propuesto
llegar al fondo de cualquier cosa. No hay un proyecto, colosal o milimétrico,
en el que no se empeñe con una pasión encarnizada. Y en especial si tiene que
enfrentarse a la adversidad. Nunca como entonces parece de mejor aspecto, de
mejor humor, de mejor talante. Alguien que cree conocerlo le dijo: ‘Las cosas
deben andar muy mal, porque usted está rozagante’.
En
cambio, un visitante extranjero que lo encontraba por primera vez, me dijo hace
unos años: ‘Fidel está envejecido: anoche volvió como siete veces sobre el
mismo tema’. Le hice ver que esas reiteraciones casi maniáticas son uno de sus
modos de trabajar. El tema de la deuda externa de América Latina, por ejemplo,
había aparecido por primera vez en sus conversaciones desde hacía unos dos
años, y había ido evolucionando, ramificándose, profundizándose hasta
convertirse en algo muy parecido a una pesadilla recurrente. Lo primero que
dijo, como una simple conclusión aritmética, fue que la deuda era impagable.
Poco a poco, en el transcurso de tres viajes que hice aquel año a Las Habana,
fui conociendo sus hallazgos escalonados las repercusiones de la deuda en la
economía de los países, su impacto político y social, su influencia decisiva en
las relaciones internacionales, su importancia providencial para una política
unitaria de la América Latina. Por último convocó en La Habana un congreso
masivo de especialistas, y pronunció un discurso en que no dejó pendiente
ninguna de las incógnitas de sus conversaciones anteriores. Para entonces tenía
ya una visión totalizadora que el solo transcurso del tiempo se ha encargado de
demostrar.
Me parece que su más rara virtud de político es esa facultad de
vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas. Como si pudiera
ver la mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos
sumergidos. Pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado
de un raciocinio arduo y tenaz. Un interlocutor asiduo podría detectar el
primer embrión de una idea, y seguir su desarrollo durante muchos meses a
través de su conversación empecinada, hasta que la hace pública en forma final,
tal como ocurrió co la deuda externa. Ahora bien: una vez que agota el tema, es
como si hubiera cumplido un ciclo vital: lo archiva para siempre.
Semejante molino verbal, desde luego, requiere el auxilio de una
información incesante, bien masticada y digerida. Su auxiliar supremo es la
memoria, y la usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas
con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble.
Su tarea de acumulación informativa principia desde que despierta. Desayuna con
no menos de doscientas páginas de noticias del mundo entero. Durante el día, a
pesar de su vitalidad incansable, lo persiguen por todas partes con
informaciones urgentes.
Él mismo calcula que cada día tiene que leer unos cincuenta
documentos. A eso hay que agregar los informes de los servicios oficiales y de
sus visitantes, y todo cuanto pueda interesar a su curiosidad infinita.
Cualquier exageración en este sentido sería apenas aproximada, hasta en
circunstancias tan extremas como un viaje en avión. Prefiere no volar y solo lo
hace cuando no hay otra alternativa. Pero vuela mal por su ansiedad de saberlo
todo: no duerme ni lee, apenas come, le pide a la tripulación los manuales de
navegación cada vez que tiene alguna duda, se hace explicar por qué se toma
esta ruta y no esta otra, por qué cambia el ruido de las turbinas, por qué
salta el avión a pesar del buen tiempo. Las respuestas tienen que ser exactas,
pues es capaz de detectar la mínima contradicción en una frase casual.
Otra fuente vital de información, por supuesto, son los libros.
En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos,
hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas
veces se ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo
comenta. Lee el inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en
castellano, y a cualquier hora está dispuesto a leer cualquier papel con letras
que le caiga en las manos. Cuando necesita algún libro muy reciente que no está
traducido, se lo hace traducir de emergencia. Un médico amigo le mandó por
cortesía su tratado de ortopedia acabado de publicar, sin la pretensión de que
lo leyera, por supuesto, pero una semana después recibió una carta suya con una
larga lista de observaciones. Es lector habitual de temas económicos e
históricos. Cuando leyó las memorias de Lee Iaccoca, descubrió varios errores
tan increíbles, que mandó a buscar la versión inglesa a Nueva York, para
confrontarla con la española. En efecto, el traductor había confundido una vez
más el significado de la palabra billón en los dos idiomas. Es un buen lector
de literatura, y la sigue con atención. Llevo sobre mi conciencia el haberlo
iniciado y mantenerlo al día en la adicción de los best-sellers de consumo
rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales.
Con todo, su fuente de información inmediata y más fructífera
sigue siendo la conversación. Tiene la costumbre de los interrogatorios rápidos
que se parecen a una matriusca, la muñeca rusa de cuyo interior se saca una
igual más pequeña, y de la cual se saca otra igual más pequeña, y luego otra
igual más pequeña, hasta la más pequeña posible. Preguntas sucesivas que él
hace en ráfagas instantáneas hasta descubrir el porqué del porqué del por qué
final. Al interlocutor le cuesta trabajo no sentirse sometido a un examen
inquisidor. Cuando un visitante de América Latina le dio un dato apresurado
sobre el consumo de arroz de sus compatriotas, él hizo cálculos mentales y
dijo: ‘Qué raro, cada uno se coma cuatro libras de arroz al día’. Con el tiempo
se aprende que su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para
confirmar sus datos. Y en algunos casos para medir el calibre de su
interlocutor, y tratarlo en consecuencia. No pierde ocasión de informarse.
El presidente colombiano Belisario Betancur, con quien mantuvo
un contacto telefónico frecuente a pesar de que no se conocían ni hay
relaciones diplomáticas entre los dos países, lo llamó una vez para algún
asunto casual. Fidel Castro me dijo después: ‘Aproveché que ambos teníamos
tiempo, para preguntarle algunos datos que no venían en los cables sobre la situación
del café en Colombia’.
Son
pocos los países que conoció antes de la revolución, y en los que ha visitado
después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del
protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no
conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una
batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo
convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en
ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato
del Che Güevara, el que hizo del asalto al Palacio de la Moneda y de la muerte
de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran
grandes reportajes hablados.
España, la tierra de sus mayores, es en él una idea fija. Su
visión de la América Latina en el porvenir es la misma de Bolívar y Martí: una
comunidad integral y autónoma capaz de mover el destino del mundo. Pero el país
del cual sabe más, después de Cuba, son los Estados Unidos. Conoce a fondo la
índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus
gobiernos, y esto le ha ayudado a sortear la tormenta incesante del bloqueo. A
pesar de las restricciones del gobierno de los Estados Unidos, hay una línea
aérea casi diaria entre La Habana y Miami, y no pasa un día sin que lleguen a
Cuba visitantes norteamericanos de toda clase, en vuelos especiales o en
aviones privados.
Fidel Castro ve a cuantos puede ver, se ocupa de que estén bien
atendidos mientras esperan, y hace lo posible por dedicarles bastante tiempo
para un intercambio exhaustivo de informaciones inéditas. Son verdaderos
festivales de conversación. Él les canta las verdades, y soporta muy bien que
se las canten a él. Da la impresión de que nada le divierte tanto como mostrar
su cara verdadera a quienes llegan preparados por la propaganda enemiga para
encontrarse con un caudillo bárbaro. En una ocasión, ante un grupo de
congresistas de los dos partidos, hombres de negocios y hasta un oficial del Pentágono,
hizo un recuento muy realista de cómo sus antepasados gallegos y sus maestros
jesuitas le infundieron unos principios morales que le habían sido muy útiles
en la formación de su personalidad, y concluyó: ‘Soy un cristiano’.
Fue como soltar en la mesa una granada de guerra. Los
norteamericanos, formados en una cultura que solo entiende la vida en blanco y
negro, saltaron por encima de las explicaciones previas y quedaron deslumbrados
por el estruendo de su conclusión. Al término de la visita, ya con los primeros
soles, el más observador de los parlamentarios expresó el criterio sorprendente
de que nadie le parecía tan eficaz como Fidel Castro para servir de mediador
entre la América Latina y los Estados Unidos.
Lo cierto es que todo el que viene a Cuba quisiera verlo de
cualquier modo, aunque son muchos los que sueñan con verlo en privado. Sobre
todo los periodistas extranjeros, que no consideran terminado su trabajo
mientras no se lleven el trofeo de una entrevista con él. Creo que él los
complacería a todos si no fuera por la imposibilidad material: en este momento
hay unas trescientas solicitudes formales en espera de un trámite que
puede ser infinito.
Siempre hay un periodista que espera en un hotel de La Habana,
después de haber apelado a toda clase de padrinos para verlo. Algunos esperan
meses. Se indignan de no saber a ciencia cierta cuáles son los trámites
certeros para llegar a él. La verdad es que no hay ninguno. No es raro que algú
periodista de suerte el haga una pregunta casual en el curso de una aparición
pública, y que el diálogo termine en una entrevista de varias horas sobre todos
los temas imaginables. Se detiene en cada uno, se aventura por sus vericuetos
menos pensados sin descuidar jamás la precisión, consciente de que una sola palabra
mal usada puede causar estragos irreparables. En las muy pocas entrevistas
formales suele conceder el tiempo que le soliciten, aunque él mismo prolonga
después con una elasticidad imprevisible, estimulado por la dinámica del
diálogo.
Sólo en casos muy especiales pide conocer antes el cuestionario.
Jamás ha rehusado contestar ninguna pregunta, por provocadora que sea, ni ha
perdido nunca la paciencia. A veces, las dos horas previstas se convierten en
cuatro y casi siempre en seis. O en diecisiete, como fue el caso de esta
entrevista que Gianni Mina le ha hecho para la televisión italiana, y que es
una de las más largas que ha concedido, también de las más completas.
Al final, muy pocas entrevistas le gustan, sobre todo las
transcripciones escritas, que en aras del espacio suelen sacrificar la
exactitud y los matices propios de su estilo personal. Cree que las de
televisión terminan desnaturalizadas por la fragmentación inevitable, y le
parece injusto haber dedicado hasta cinco horas de su vida para un programa de
siete minutos.
Pero lo
más lamentable, tanto para Fidel Castro como para sus oyentes, es que aun los
periodistas mejores, sobre todo los europeos, no tienen ni siquiera la
curiosidad de confrontar sus cuestionarios con la realidad de la calle. Anhelan
el trofeo de la entrevista con las preguntas que llevan escritas de acuerdo con
las obsesiones políticas y los prejuicios culturales de sus países, si
tomarse el trabajo de averiguar por sí mismos cómo es en realidad la Cuba de
hoy, cuáles son los sueños y las frustraciones reales de sus gentes. La verdad
de sus vidas.
De este modo le quitan a los cubanos de la calle una ocasión de
expresarse ante el mundo, y se niegan a sí mismos el logro profesional de
interrogar a Fidel Castro, no sobre las suposiciones europeas, que so tan
lejanas, sino sobre las ansiedades de su propio pueblo, y sobre todo en estas
vísperas de grandes decisiones.
En fin: oyendo a Fidel Castro en tantas y tan diversas
circunstancias, me he preguntado muchas veces si su afán de la conversación no
obedece a la necesidad orgánica de mantener a toda costa el hilo conductor de
la verdad en medio de los espejismos alucinantes del poder. Me lo he preguntado
en el transcurso de numerosos diálogos, públicos y privados. Pero sobre todo en
los más difíciles y estériles, con quienes pierden ante él la burocracia
empantanada, cuya incompetencia sobrenatural ha obligado al propio Fidel
Castro, casi treinta años después de la victoria, a ocuparse en persona de
asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza.
Todo es distinto, en cambio, cuando habla con la gente de la
calle. La conversación recobra entonces la expresividad y la franqueza cruda de
los afectos reales. De sus varios nombres civiles y militares sólo le queda
entonces uno: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo
contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde
circula la verdad a borbotones. Es entonces, más que en la intimidad cuando se
descubre el ser humano insólito que el resplandor de su propia imagen no deja
ver.
Este es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables
horas de conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la
política. Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una
educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues, e
incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal. Sueña con que sus
científicos encuentren la medicina final contra el cáncer, y ha creado una
política exterior de potencia mundial en una isla sin agua dulce, ochenta y
cuatro veces más pequeña que su enemigo principal.
Es tal el pudor con que protege su intimidad que su vida privada
ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda. Tiene la convicción
casi mística de que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su
conciencia , y que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces
de cambiar al mundo y empujar la historia. Creo que es uno de los grandes
idealistas de nuestro tiempo, y que quizá sea esta su virtud mayor, aunque
también ha sido su mayor peligro.
Muchas veces lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche,
arrastrando todavía las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le
pregunté cómo iban las cosas, y más de una vez me contestó: ‘Muy bien: tenemos
llenas todas las presas’. Lo he visto abrir el refrigerador para comerse
un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que comía desde el desayuno. Lo
he visto llamar por teléfono a una amiga de México para pedirle la receta de un
plato que le había gustado, y lo he visto copiarla apoyado en el mostrador,
entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras alguien cantaba en la
televisión una canción antigua: ‘La vida es un tren expreso que recorre leguas
miles’.
Lo he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los
amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las
cosas que hubiera podido hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida.
Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi
tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que
por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le
pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de
inmediato: "Pararme en una esquina".
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