Cuando digo
que hay más territorio que estado, me refiero a la suma de acontecimientos que
así lo confirman, desbordados, los que reflejan la incapacidad del gobierno para
garantizar la vida. Hoy fueron asesinados dos indígenas en Cauca Colombia de
manera flagrante, a plena luz del día en medio de una reunión, desafiante.
Curiosamente
leía dos documentos sobre violencia y democracia publicados por la universidad
nacional hace más de diez años y que se ajustan en su contexto a lo que nos
sucede actualmente, en apariencia inexplicable. Escribe William Ramírez Tobon:
“El objetivo
de estas cuartillas es el hacer una lectura sobre algunos aspectos de la
violencia y la democracia en Colombia, a partir de consideraciones que escapan
al manejo consensual del tema. Algo sin duda embarazoso ya que la violencia
tiende a ser vista como es sentida, es decir, con la instintiva repulsa con que
el ser humano rechaza lo que atenta contra su integridad individual y social; y
la democracia a ser vista como es deseada, es decir, con la inconsciente inclinación
utópica con que el ser humano tiende a encarar su propio destino”.
Agrega: La
violencia social y política es, desde la perspectiva anterior, el medio a
través del cual y en condiciones históricas particulares se enfrentan sectores
de la sociedad civil entre sí y éstos contra el Estado. Del seno de la sociedad
civil nacen, simultáneas, o sucesivas, violencias para la transformación y la
sustitución social; del Estado, de las entrañas de su legitimidad histórica y
de su dinámica actual, se origina una violencia para la conservación social”.
Después de la
firma de los acuerdos de la Habana y con la desmovilización de la FARC, no
existe ningún grupo capaz de disputar la hegemonía de la fuerza del estado, por muchos tiempos fueron la autoridad y de
hecho controlaron vastas zonas, aún persiste esta situación en aquellos sitios
donde predominan economías ilegales y disputas entre la delincuencia común y el
narcotráfico, a las que se agrega las llamadas disidencias de la FARC, Catatumbo
es un ejemplo, la ausencia del estado es casi total y la violencia es el pan de
cada día.
En el artículo
citado se establece: “La democracia que acá se analiza permite concretar las
condiciones históricas particulares que hacen posible la violencia en una
sociedad llamada Colombia. La democracia como generalización, como apotegma de
civilizaciones o sistemas sociopolíticos para orientación de nuestra realidad
es un embeleco ideológico. Es, redivivo, el mito de la analogía que lee el
pasado y el futuro de una sociedad en la historia y el devenir de otras
sociedades. No obstante, es preciso reconocer, en la especificidad de la
democracia colombiana, bases comunes con otras sociedades”.
Primero, la
élite que maneja los hilos del poder del país desde siempre, que de alguna
manera también patrocina la violencia, indescifrable hasta ahora, conformada
por empresarios que la respaldan, políticos que callan, militares que se hacen
a un lado, gobernantes que la toleran y políticos que nunca la condenan, marea
invisible que decide quien vive y quien no, que mantiene una guerra soterrada
contra la restitución de tierras, contra los acuerdos, que repite la muerte
sistemática a los líderes sociales, que excluye mediante la violencia cualquier
participación popular, parece repetir hechos que nos apenan, como si no
hubiésemos avanzado un poco para evitar tanto asesinato, desplazamiento e
impunidad.
Ofrezco
disculpas a mis lectores por estas citas tan largas, pero es impresionante como
se ajusta esta interpretación a nuestra realidad presente, como si no hubiésemos
evolucionado para nada: “Más allá de la inercia propia de los lugares comunes y
su gran capacidad para congelar la realidad, habría que reconocer en esa visión
el trasfondo ideológico de una dinámica con intereses políticos particulares.
La democracia, sobre la cual se supone construida nuestra nacionalidad desde
sus mismos orígenes, niega la violencia como antítesis para descalificar, con
ello, la emergencia de cualquier contrapoder que amenace el establecimiento y
su cúpula institucional de gobierno. Ni qué decir, como lo comprueba un rápido
vistazo a la historia del país, que el discurso anti-violencia no es ninguna
garantía contra ella. Pero es que el papel de la ideología no es convertir la
palabra en hechos sino más bien transfigurar los hechos en palabras. La
democracia se idealiza ya no solo como futuro sino también como presente, y sus
complejas y ásperas contradicciones son sustituidas por un maniqueísmo donde la
paz es el Bien inherente a nuestra realidad y la violencia es el Mal ajeno,
extraño a nuestro sistema social”. Así es, se pretende desconocer el conflicto
armado, sus insumos, las obligaciones del estado que dejó el acuerdo de la
Habana, la realidad que no hemos podido apropiar en todo su contexto. Hay una pregunta que es pertinente traer a
colación:
¿Es la
violencia en Colombia una aberración de su democracia o es lo propio de ésta,
un elemento consustancial a su estructura y funcionamiento actuales?
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